MUERTO EN COMBATE[1]
Anthony Valdivia Valencia[2]
Cuando
despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
AUGUSTO
MONTERROSO
Mañana gris. Las nubes se apelotonan en el cielo arequipeño. Los primeros
meses del año aparecen cubiertos de lluvia, nubosidad y desastre. Los días
amanecen entumecidos por el aguacero que cae de las alturas y que encharca
calles y colapsa desagües. Un aliento húmedo, pegajoso, se eleva de las
avenidas lustrosas, de la vegetación chorreante y de las construcciones
empapadas que no encuentran las caricias del sol para secar. El tiempo en la
ciudad ha perdido su más preciada brújula, las personas desvarían al dar la
hora: las siete de la mañana no se diferencia de las once ni de la una, ni de
las cuatro de la tarde bajo ese manto impenetrable de enero.
Sorteando su traje perfumado entre la multitud que empezaba a hormiguear
la plaza de Armas, Ramiro caminaba presuroso hacia el Poder Judicial. Repasaba
frenéticamente los fundamentos que usaría y su cerebro repetía, una y otra vez,
el rosario de artículos que desgranaría en un par de minutos. El alboroto de
sus zapatos deshacía los grupos de palomas que brincaban y se alzaban en un
estruendo de aleteos. Atravesó la calle Mercaderes, encauzada en tiendas y
negocios que poco a poco se acomodaban a las exigencias de un nuevo día de
trabajo, hasta llegar al parque Quince de Agosto, para después voltear a la
izquierda y enfilar hacia su destino. El nerviosismo cosquilleaba su abdomen y
lo hacía transpirar. Las horas, días y meses de investigación, de recabación de
pruebas y testimonios, terminaban hoy. La sentencia se dictaría. Cuando se
zambulló de lleno en el caso, intuyó que la infinidad de crímenes que Saico
había cometido le estrujarían los ánimos. Los cuerpos torturados y mutilados
que aparecían en torrenteras cercadas de pobreza y olvido, los cadáveres
bañados en sangre que moteaban el amanecer en la ciudad —con rostros
irreconocibles y calcinados— engrosaban la larga lista de actos que había
cometido el líder de una de las bandas extorsionadoras más sanguinarias de la
ciudad.
El ruido de los autos que se aglutinaban en la calle Colón aumentaba
conforme avanzaba la mañana. Para distraerse, Ramiro hizo que sus recuerdos
bracearan en sus primeras clases de Derecho Penal, cuando iniciaba el tercer
año de carrera. El sopor era agobiante y la transpiración del día a las once de
la mañana era insoportable. Su muñeca se esforzaba por anotar cada palabra,
cada concepto que flotaba de los labios del viejo catedrático. La frente del
anciano devorada por la calvicie brillaba. En esos salones repletos de
sentencias, casos, acuerdos plenarios y torrentes de artículos, comprendió que
la justicia —inalcanzable y ajena en este país— no lo era del todo para alguien
que de verdad tuviera el coraje, las ganas y el valor de hacer un cambio.
Posteriormente, con ayuda y recomendación de una de las amigas de su madre,
logró ingresar a la fiscalía, apolillándose desde las ocho de la mañana hasta
las dos de la tarde entre torres babilónicas de papeles, files y el tecleo
constante de los computadores redactando aperturas, archivamientos, acusaciones
y formalizaciones. Las ascuas iniciales, la sed punzante por suturar las
heridas que el crimen y la impunidad habían dejado en este país, se maximizaron
en los interiores de aquel edificio. Tuvo que pasar mucho tiempo para que,
finalmente, su nombre esté acompañado de la palabra «fiscal». En ese largo
camino pudo oler de cerca la fetidez de la corrupción, asquearse con las coimas
que tintineaban en los bolsillos de policías, abogados y jueces; y sentir la
respiración agónica de las víctimas de injusticias que desfallecían en procesos
contaminados y ya resueltos, incluso, mucho antes de ser iniciados. Todo ello
lo motivó a nunca detenerse, a no dejar de estudiar y a endurecer su carácter
hasta volverlo pétreo e inflexible. Eran muchos los violadores, asesinos y
corruptos que pasaban sus días entre las paredes del penal de Socabaya por su
culpa, y su figura crecía como una sombra de terror para aquellos que decidían
burlar el cerco de la ley.
El primer encuentro que tuvo con Saico fue cuando escuchó todos
sus delitos desgajarse en el radio de su auto —que para estos días era apenas
un esqueleto metálico inservible, humeante y carbonizado, producto de uno de
los tantos intentos de amedrentamiento que cayeron sobre él poco tiempo después
de iniciado el juicio oral—. Estaba consciente de que este golpe al crimen
organizado sería fulminante: la prensa lo auguraba y su espalda se había
acostumbrado a las palmadas de felicitación que recibía en el trabajo. Incluso
algunas personas lograban reconocerlo en las calles y alfombraban su camino con
elogios y frases de motivación. Ramiro sabía que este era el primer paso para
desarticular las redes de corrupción de partidos políticos que orquestaban todo
desde las sombras en el país. Era imposible no sonreír y dejar que la sensación
cálida de triunfo suavizara sus facciones. Se acercaba a la última esquina. A
la vuelta, el imponente edificio del Poder Judicial coparía toda su vista.
Figuras enternadas caminaban a su alrededor. Un semáforo carente de autoridad
enrojecía. En esa misma esquina descansaba Ponchito, ensopado en el olor de
tinta fresca. El mural de noticias era la radiografía de un país, todo estaba
allí: el poder, la tiranía, la corrupción, la delincuencia, las desigualdades,
la cultura empobrecida y el morbo y chisme enaltecido. Uno podía dar su
veredicto, sacar un informe médico y darse cuenta de la enfermedad nacional.
Barrió las páginas coloridas y habitadas por fotos y titulares hasta llegar al
diario regional más importante. Su rostro se estremecería, todos sus músculos
se engarrotarían de pavor y un frío sudor empaparía su cuerpo al terminar la
lectura de la noticia que ocupaba toda la primera página. El titular rezaba:
ASESINAN A FISCAL EN LA PUERTA DE SU CASA
El fiscal Ramiro Alonso Cáceres Gonzales fue acribillado esta
madrugada por desconocidos en la entrada de su domicilio. El arequipeño que
dirigía la investigación del líder de una banda extorsionadora criminal, Saico,
murió baleado por un grupo de desconocidos al promediar la una de la madrugada.
El funcionario judicial dirigía un importante proceso y ya anteriormente había
sido víctima de múltiples amenazas. Se sospecha que fueron elementos armados en
un automóvil en movimiento quienes le dispararon a quemarropa.
La fotografía que acompañaba al texto era de su cuerpo inmóvil, acostado en la vereda inundada de muerte y alumbrado por los destellos de las cámaras de múltiples periodistas. Sentía los latidos de su corazón retumbar en su garganta, escapando por su boca abierta por la sorpresa. Un par de nubes encapotaron su mirada y sintió en el abdomen el escalofrío de la muerte abrazándolo. Cálidamente en su pecho se abrieron como rosas los aguijones que las balas habían dejado, para llenarse de corrientes de aire. Su memoria trajo de algún lugar recóndito la sensación de la sangre, empapándolo y serpenteando por su piel. Intentó seguir caminando, clavando la vista en la puerta de la construcción estatal, pero fue inútil. Se desvaneció tras el último y definitivo zarpazo de esa fiera incontrolable que habitaba en su país desde hacía mucho tiempo.
[1] Cuento finalista del XIV
Concurso Internacional de Cuento “Ciudad de Pupiales”, Colombia, 2019.
Organizado por la Fundación Gabriel García Márquez y la Gobernación de Nariño.
Forma parte de En junio llega el dictador (2025). Puno: Albea,
pp. 29-33.
[2] Anthony Valdivia Valencia (Arequipa, 1997). Siguió estudios de Derecho en la Universidad Católica San Pablo y en la Universidad Santo Tomás (Colombia). Realizó una pasantía en la carrera de Letras en la Universidad Nacional de Salta (Argentina), y actualmente culmina sus estudios de Literatura y Lingüística en la Universidad Nacional de San Agustín. Obtuvo el primer lugar en la II edición del evento Batalla Literaria, creación de cuentos en vivo, organizado por la editorial Aletheya (Arequipa, 2018), el primer lugar en el VI Concurso Nacional de Cuentos Jurídicos Fabellae Iuris (Lima, 2020), el primer puesto en la categoría de cuento del V Concurso Literario Piedra Blanca (Arequipa, 2022) y el tercer puesto en la categoría de poesía en su sexta edición (2023). De igual forma, fue finalista del XIV Concurso Internacional de Cuento Ciudad de Pupiales (Colombia, 2019), del IX Premio a la Joven Literatura Latinoamericana, organizado por la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (Francia, 2021) y del I Premio Editorial Autómata de las Letras (Lima, 2024). Fue seleccionado en el 5° Programa de Tutoría en Novela de la Universidad Nacional Autónoma de México (México, 2025) dirigido por los escritores Jorge Volpi, Pedro Ángel Palou y Eloy Urroz. Fue beneficiario del Concurso de proyectos para programaciones culturales vinculadas al libro y/o a la lectura en ferias, festivales o eventos académicos 2024 - Edición Bicentenario de los Fondos Concursables del Ministerio de Cultura por su proyecto I Seminario Librerías Independientes Peruanas (Perú, 2024). Administra el blog El Hacedor – Crítica de Literatura Regional. Es docente y corrector de estilo.
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