EL
SEÑOR OSO[1]
Estefania Rossie Torres Añamuro[2]
Siempre me gustaron las
flores blancas. Mamá decía que el Señor Oso se las daba todos los días desde
que supieron que yo venía en camino, y que cuando nací, también estaban ahí.
Cada vez que me contaba esa historia, su sonrisa era tan grande que yo también
empecé a amarlas.
Aún recuerdo la mañana en
que el Señor Oso me dijo que ella se había ido. Yo estaba triste, no se había
despedido, se fue mientras yo dormía.
—¿Dónde está mi mami? —
pregunté entre lágrimas.
—No te preocupes, ella
volverá —sus grandes manos me reconfortaron—, mamá volverá.
No habían pasado tantos
años desde que se había ido cuando mi ropa se manchó con sangre. Recuerdo que
estaba aterrada. Mamá a veces tenía sangre en su ropa también, pero ella
siempre me decía que estaba bien. Yo no estaba bien, dolía mucho. Le conté al
Señor Oso y al ver mi ropa, sonrió. Me abrazó y me dijo que no debía tener
miedo, que estaba muy cerca de ser como ella.
Desde ese día, dejó de
traer flores blancas. En su lugar empezó a traer rosas rojas. Yo estaba
asombrada, solo las había visto en los libros que había en casa, ¿pero en
persona? Nunca.
—¿Y? ¿Qué te parecen?
—Son muy lindas, pero
¿las de siempre?
—No te preocupes por eso,
mira estas, ¿no son más bonitas?
—Si.
—Entonces las traeré más
seguido — se arrodilló ante mí sin mucha utilidad, aún debía doblar su espalda
un poco para besarme la mejilla — para mi chica especial.
Esa noche me dio un
regalo después de cenar. Las luces estaban apagadas y había velas encendidas
encima de la mesa. Tras una corta charla, se levantó y sacó de su bolsillo el
anillo que mamá siempre traía en su mano.
—Prometí dártelo cuando
tuvieras edad. Me hubiera gustado hacerlo antes, pero eras una niña. Ahora
mírate, eres toda una mujer.
Esas palabras me
emocionaron, él me veía como una mujer. Una mujer como mamá. Fantaseé con
aquella imagen, una señorita agraciada y esbelta, aunque mi figura aún carecía
de curvas. Volví a la realidad cuando sentí cómo me colocaba aquel anillo que
brillaba hermosamente bajo la luz de las velas.
Días después, el Señor
Oso me besó. Apenas cruzó la puerta blanca y me vio, acortó la distancia dando
pasos largos para besarme intensamente. Cuando logré alejarlo me explicó que le
recordé a ella y se emocionó. Eso me gustó, me parecía a mamá. Siguió
haciéndolo cada día, y yo empecé a rodear su nuca con mis brazos, recordando
cómo se besaban ellos.
Una noche empezó a dormir
conmigo. Usualmente, solo me besaba y se iba. Pero esa vez entró en mi cama y
me abrazó antes de besar mi cuello y decir buenas noches. Fue raro sentir sus
labios besar un lugar nuevo, su frondosa barba hizo cosquillas y sus labios
dejaron una huella húmeda.
La noche en la que me
dijo que me amaba, fue después de decir buenas noches. Yo estaba casi dormida
cuando sentí sus manos separarse de mi cintura. Una mano subió hasta mi pecho y
apretó aquellos pequeños bultos. La otra mano bajó hasta la unión entre mis
piernas acariciando gentilmente, extrañamente se sintió familiar. Paro al darse
cuenta que estaba despierta y se subió encima, sosteniendo su peso sobre sus
manos.
—¿Quieres ser como mamá?
—no entendí en ese momento, pero sí, yo quería ser como mamá.
Asentí.
Lo que hizo se sintió
irreal. Dolió más que la vez que salió sangre por primera vez. Al dolor lo
siguió el cantar de la madera bajo nuestro y las respiraciones agitadas. Aún
dolía. Esa noche descubrí nuevas sensaciones. Descubrí un nuevo calor que no
venía de una fogata, pero que ardía intensamente dentro mío, que me enseñaba lo
desconocido envuelta en sus brazos gruesos y peludos. Fue como la primera vez
que admiré las estrellas en el cielo, esas luces titilantes en el manto oscuro,
junto a esa misma luna que nos observaba hoy, aquellas luces destellaban
maravillosamente en mi interior, nublando todo pensamiento y concentrándose en
aquello que mi cuerpo estaba descubriendo. Reaccioné cuando su peso cayó en
seco a mi lado, haciendo que el colchón me levantara en un pequeño salto.
—Te amo.
Aquello se repitió hasta
que después de un tiempo empecé a sentirme extraña, vomitaba demasiado.
Asustada se lo conté al Señor Oso, él solo sonrió. Al día siguiente yo no podía
creer lo que veía en sus brazos, ya no eran esas rosas rojas, ¡eran flores
blancas! Me emocioné tanto que solo pensé en besarlo con todo el amor que le
tenía.
—Vas a ser mamá — … a
esto se refería.
Tras unos meses, nació mi
bebé. El Señor Oso estuvo todo el tiempo conmigo. Siguió trayendo flores
blancas todos los días, y trajo muchas más el día que nació mi bebé, estuvo muy
contento al saber que era una niña. Cuando ella creció le conté que eran mis
flores favoritas.
Ya hace unos años de eso.
Esta noche yo ya había arropado a mi niña. Como siempre estuvo llena de
energía, y al llegar a la cama, mi cuerpo cayó rendido.
Unos pasos pesados me
despiertan. Quiero abrir los ojos, pero siento una presión rígida y firme en mi
rostro. ¿Una almohada? Es difícil respirar. Quiero separarla de mi rostro, pero
mi cuerpo se siente débil. Me asfixia. Me está asfixiando. No puedo respirar.
Tengo miedo. ¿Dónde está el Señor Oso? ¿Qué pasará con mi bebé?
—Tranquila, irás con
mamá.
¿Señor Oso? ¿Por qué no
me ayuda? La desesperación no me deja pensar. No puedo pensar por qué el Señor
Oso no me ayuda. Duele. ¿Mamá? ¿Iremos con mamá? ¿Si me tranquilizo podremos ir
con mamá? Pero me duele. Duele. ¡Duele mucho! ¡Por favor, ayúdame! ¡Tengo
miedo, todo está oscuro! ¡No puedo! ¡No puedo…!
Ya no duele… mi cuerpo se
siente tan liviano, ¿Una luz blanca? Como las flores que a mamá le gustan. Es
tan cálida… como ella.
[1] Publicado por primera vez el 2024 en la revista
arequipeña Criatura en frenesí [Narrativa]. Nro.
1, pp. 16-17.
[2] Estefania
Rossie Torres Añamuro (Arequipa, 2004). Es poeta y escritora. Actualmente es
estudiante de la Escuela Profesional de Literatura y Lingüística de la
Universidad Nacional de San Agustín. Su primera publicación fue en la revista
escrita por mujeres Criatura en Frenesí,
con el cuento “El Señor Oso”.
Instagram:
@e_ross_to
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