EL MEJOR AMIGO[1]
Luis
Alberto Sulca Romero[2]
A
la salida de su entrevista de trabajo, Lizeth no podía contener su alegría.
Buscó el pequeño aparatito en su siempre diminuta cartera y escribió con
entusiasmo: «Amiguito, me dieron el trabajo, ¿te das cuenta? ¿No me vas a
felicitar?». Pocos segundos después, a varios kilómetros del centro de la
ciudad, un sonido familiar sacaba a Betto de su sonambulismo terrenal. ¡Lizeth!
Cogió nerviosamente el celular y leyó la buena nueva. El mensaje, como lo había
interpretado, exigía una contestación en el acto. Sin embargo, ¿no hubiera sido
mejor que ella lo llamara y le contase la noticia? Al rato tuvo que recordar,
con lástima, que ella nunca lo llamaba, que simplemente le enviaba «mensajitos».
Pese a ello, decidió marcarle, seguro de lo que iba a decirle y de lo que ella
respondería.
―¡Hola,
Lizeth, felicitaciones por el trabajo!
―Graaacias,
amiguiiito.
―Habrá
que celebrar, pues, ¿no? ¿Qué tienes que hacer en la tarde?
―¡Uy!
Hoy tengo que ir donde mi tía.
―Y…
hasta qué hora estarás con ella.
―Amiguiiito,
no sé. Ella es bastante conversadora.
―¿Y
mañana?
―Mañana
no creeeo. Tengo unas cosas que hacer.
―¿Y
el sábado?
―El
sábado me voy de compras con mi mami y my
sister.
―Uhm…
Bueno, imagino que ya habrá tiempo para celebrar, ¿no?
―Sí,
de todas maneras, amiguito.
―Bueno,
cuídate. Chau.
―Igual
tú. Chau. Besitos.
No
era pitoniso, pero había intuido los resultados de dicha conversación, de la
que podía sacar algunas conclusiones. Primero, el mensaje recibido solo tenía
la intención de ser contestado con una llamada que resultase halagadora. Esto
producto de la costumbre de Lizeth de enterar a todo el mundo de las cosas que
le ocurrían. Segundo, Lizeth no tenía la más mínima intención de celebrar con
él. Tercero, el «tengo cosas que hacer» significaba: «Ahí nomás; saldré a
festejar o con mis amigas o con mi enamorado». Terminada la penosa
conversación, solo una frase podía rondar los labios de Betto: «¡Que se joda!».
***
Un
mes después, mientras leía con ojos desesperados Historia de la República, su odioso celular sonó. Lizeth le pedía
que por favor, amiguito, ayúdame,
estoy en un problemón, no sabes. Ven a mi casa. En esos momentos, él
estaba más preocupado por sus asuntos académicos ―un examen, para ser más
claros― que en un posible encuentro con esa mujer que siempre lo había «choteado».
Incluso, se había prometido a él mismo olvidarse de ella, asesinarla
simbólicamente. Sin embargo, su débil espíritu lo traicionó y enrumbó a la casa
de su amada ingrata.
El
problema no era tan grave como se imaginaba. Un pequeño desperfecto en la
computadora de la susodicha que hasta un niño de primaria podría haber resuelto. Como premio a su elevada labor
obtuvo un refresco y treinta minutos al lado de su mujer fatal. ¡Ah, claro! Y
los infaltables gracias, gracias, gracias, que se acabaron cuando llegaron las
tres horribles amigas de Lizeth y empezó a ser ignorado. Como quien no quiere
la cosa, se retiró del lugar, poseído por un sentimiento de furia y
desazón. Sus pies lo arrastraron a un
bar de mala muerte.
Había
llegado al bar con unas ganas horribles de emborracharse. Es difícil saber
cuántas botellas se bebió ese día, pero suponemos que las suficientes como para
filosofar, tan atinadamente ―según los entendidos en el tema―, acerca de las
mujeres bonitas. Y es que todo lo contrario a los borrachos simplones, él era
más lúcido cuando bebía que cuando estaba sobrio. Después de tantas
frustraciones amorosas y puntillosas observaciones al llamado sexo débil, había
llegado a algunas conclusiones que vale la pena resumir a continuación:
1.
Las mujeres bonitas son seguras de sí mismas. Creen que por ser agraciadas
pueden conseguirlo todo. Así, juran que con una simple sonrisita pueden
subyugar al más cavernícola de los hombres y que dándoles «alas» a algunos
mancebos pueden someterlos a su imperio femenino.
2.
Les gusta llamar la atención, resaltar su belleza. Así, usan la vieja táctica
de rodearse de amigas feas. Esto para que su beldad contraste con las pocas
gracias de sus amigas y, de esa manera, su hermosura quede magnificada.
Supongamos que una bonita tenga solo amigas lindas, entonces ella ya no
resaltaría en el grupo, los ojos de los hombres no serían exclusivos para ella.
3.
No saben elegir a sus parejas. Normalmente están con tipos idiotas, aburridos,
troncos, borrachos, acomplejados, pero que según ellas son «lindos». Incluso, algunos de esos tipos osan
engañarlas y luego vanagloriarse frente a sus amigotes.
4.
Las mujeres bonitas no deberían tener amigas. La presencia de las amigas
dificulta el trabajo de los hombres buenos que sueñan estar con una chica
linda.
5.
A las mujeres bonitas les encanta saber que alguien se desvive por ellas. A muchas,
incluso, les agrada eso a pesar de que tienen enamorado. ¡Oda a la vanidad!
6.
A las mujeres agraciadas les encanta escuchar que les digan que tal o cual ropa
les quedan bien, que el pantalón, que la blusa, que el moño. Pero, sobre todo,
que les digan que están preciosas. Y esto es curioso, porque las mujeres
bonitas son conscientes de que lo son. El que uno les diga que son hermosas es
redundar. Conclusión: aman la redundancia.
Después
de esas observaciones, Betto había decidido beber más y bebió tanto que la
borrachera y sus consecuencias por fin llegaron a su organismo. Pero él no era
un bebedor común y corriente. No se le podía agrupar dentro de las clases de
borrachos que se conocen. Nuestro saber general nos indica que dentro de los
grupos de ebrios podemos encontrar a los melancólicos (o sea los llorones, los
potencialmente cortavenas), a los alegres (esto es, bailarines, graciosos y
jileritos), a los faltosos (o sea, idiotas, buscapleitos e irrespetuosos), a los
mudos (los que preferían quedarse callados y seguir bebiendo), y a los bulto
(los que se quedaban dormidos en la mesa o en algún rincón del
establecimiento).
Sin
embargo, Betto no pertenecía a ninguna de las clases antes referidas. Él,
cuando se emborrachaba, se convertía o en poeta romántico o en político a
ultranza. Y al ver que en la cantina no había ninguna mujer a quien dedicar sus
amorosos versos, le salió el político amargado y fluyó todo su resentimiento al
sistema.
«¡Pido la palabra, compatriotas! ―exclamó
mientras se encaramaba a la mesa que ocupaba y generaba un gran ruido con las
botellas que caían al suelo―. Pido la palabra, compatriotas, para referirme a
ustedes en esta célebre noche en que circunstancias tan particulares nos reúnen
en este magno lugar. Ustedes, amigos, me conocen (nadie lo había visto ni en
pelea de perros), ustedes saben de mi espíritu justiciero y que no me callo
nada cuando ofenden a mi pueblo. Sí, camaradas, el Perú está siendo consumido
por las transnacionales, nuestros productos de bandera ya no nos pertenecen. El
pisco ya no es nuestro, lo hemos perdido como perdimos Arica. ¿Y qué hacemos
nosotros ante esta trágica realidad? ¿Qué hacemos nosotros, los machos del
Perú? ¡Nada, compatriotas, nada! Simplemente nos rascamos las pelotas mientras
los gringos, los chinos, los españoles, los mexicanos y los chilenos nos
esquilman. ¡¿Cuándo carajo recuperaremos Arica?! Confiemos en el poder de la
ciencia, hermanos, hagamos del Perú un gran país en base a la tecnología.
Recuperemos lo que es nuestro, armémonos de valor y recuperemos Arica. ¡Vamos,
compatriotas!». Y en ese momento álgido de su discurso, se detuvo
esperando el aplauso de su «auditorio», el cual nunca llegó. Pero aun así no
perdió la fe, por lo menos lo miraban. Necesitaba algo que encendiera el ánimo
de esas mentes en suspensión.
Y
así, no encontró mejor opción que lanzar mueras contra el Gobierno. Se sacó el
polo y dejó ver un cuerpo enclenque, decadente, casi tuberculoso, y gritó,
señalándose: «¡Alan, esto es el producto de tu primer gobierno, mírame! Nos
fregaste, Alan, nos fregaste. Y ahora de nuevo eres presidente y encima estás
más gordo que la defensora del Pueblo. ¡Yo, compañeros, desde este púlpito,
exijo la vacancia presidencial y que Alan y sus búfalos se metan el tren
eléctrico por donde no les caiga el sol!». En ese momento, su «auditorio»
prorrumpió en vivas, en aplausos emocionados. Él, por su parte, estaba en su
gloria, ya se juraba un Demóstenes, un Hitler, y su fiebre de gloria aumentó
cuando vio que cuatro hombres se acercaban a él y lo levantaban. «Me sacarán en
hombros ―pensó―,
me pasearán por las calles y corearán mi nombre». Mientras el grupo lo cargaba,
se imaginaba al día siguiente vistiendo la franja presidencial y a Lizeth como
primera dama. Los hombres lo llevaron fuera del recinto y lo golpearon como a
entenado. Fue una de esas golpizas de las que solo el Quijote podría dar fe de
que sí duelen. Los sujetos eran apristas.
***
Dos
meses después de ese «pequeño incidente», Betto ya podía caminar. Durante el
tiempo de su recuperación, Lizeth se había tomado la molestia de llamarlo y de
enviarle energías positivas. Era la primera vez que lo llamaba y Betto no pudo
ocultar cierta felicidad por ese detalle. Cuando estuvo recuperado, vivió
quizás la etapa más feliz de su vida. Sus relaciones con Lizeth habían
mejorado. Se pasaban horas y horas conversando, y hasta almorzaban juntos.
Incluso algunas veces pudo darse la libertad de tocarle los cabellos o tomarla
de la mano al cruzar una calle. Estos dos últimos detalles ―aunque no significaban
nada para ella― eran la gloria para Betto. Sin embargo, el joven enamorado
vivía una felicidad ficticia, felicidad que empezó a resquebrajarse cuando el
enamorado de Lizeth empezó a formar parte de sus temas de conversación. La otra vez nos fuimos a Chosica, ay, no
sabes, bien liiindo. Llegamos a un club, no recuerdo el nombre ya, pero era
bien bonito, había piscinas, juegos, restaurantes…
Betto
tuvo que soportar ese tipo de conversaciones por mucho tiempo, hasta que su
amada tuvo el tino de darse cuenta de que esa clase de charlas lo aburrían y lo
ponían de mal humor, así que con el tiempo, Víctor ―así se llamaba el
indeseable de su pareja― dejó de formar parte de sus conversas. Betto siempre
se había preguntado cómo Lizeth, siendo tan linda y divertida, podía estar con
un tipo tan aburrido e imbécil como Víctor. Pero bueeeno, así eran las chicas
bonitas.
***
Pasó
el tiempo y las relaciones con Lizeth empezaron a tomar otro cáliz. Se divertía
junto a él y hasta se podría decir que la pasaba mejor con Betto que con su
enamorado. Habían llegado a una compenetración inimaginable, sui generis, cosa que a Betto lo hacía
sentirse en el cielo. Además, Lizeth ya lo llamaba. En ese estado de cosas, el
joven romántico creyó que podría enamorar a la susodicha. Así, alentaba sus
sueños de conquista con frases como «Si
el muro de Berlín cayó, ¿por qué ella no?» o «Si la URSS cedió, ¿por qué ella no lo haría?». Pero en otros
momentos lo atacaba el pesimismo y creía que la mujer amada era imposible para
él. Sumido en esos vaivenes de ánimo, solo había resuelto algo. Jamás le
pediría a Lizeth que fuera su enamorada. No le daría el gusto de que le dijese
que no. ¡Tenía su orgullo! A lo mucho podría decirle que la amaba.
Esta
decisión tomó más fuerza cuando una tarde Lizeth le dio la primera estocada: «Betto, ¿sabes?, eres mi mejor amigo».
Los entendidos en el tema saben lo que significa ser el «mejor amigo» de una chica
a la que se ama. Primero, y quizás lo más trágico, es que para ella no existes
como hombre. Segundo, que siempre tendrás que soportar, estoicamente, sus
confesiones acerca de qué muchacho le gusta o le parece «lindo». Pero no todo
quedaba allí. Betto aún respiraba cuando oyó esa primera oración condenatoria.
Lo peor vino después: «Como tú eres mi mejor amigo, quiero que seas testigo en
mi boda. Me caso con Víctor».
***
Conociendo
a nuestro personaje, no era raro suponer qué es lo que haría después de esa
estocada final. Volvió a emborracharse en un bar y a dar otro discurso
político, aunque en esta ocasión no fue golpeado por los apristas, sino por los
fujimoristas. Estos eran más talentosos para esa clase de agasajos.
Cuatro meses después, por fin pudo volver a
caminar y a proferir palabras claramente. En ese lapso, Lizeth ni siquiera le
había mandado un «mensajito». Qué esperaba pues, después de haberse negado
rotundamente a ser testigo de una
payasada: ¡Estás loca! Si te casas, las cosas ya no serán iguales entre
nosotros, además ese tipo es un tarado. Pero en ese tiempo, recluido
en su cama sin más entretenimiento que mirar el techo de su cuarto, había
reflexionado sobre la naturaleza de los sentimientos humanos. Había llegado a
la conclusión de que no podía odiar a Lizeth por no amarlo, no podía exigirle
que sintiese lo mismo por él. Los sentimientos de la humanidad eran tan
complejos y escapaban a todo control de la razón. Peor aún, él era un «chico
bueno», y los chicos buenos nunca ganaban. Se dio cuenta de que tenía el
síndrome de la derrota. Pero eso ya no importaba. Moriría en su ley, jamás
volvería a molestarse porque a alguna chica se le ocurriera no aceptarle una
invitación para salir. ¡No, ya no más! Las acciones y los sentimientos humanos
debían ser tan naturales como el fluir de las aguas de un río o como la sonrisa
de un niño. No importaba si es que en ese fluir natural de las cosas él no
saliera beneficiado. ¡No, ya no importaba nada!
Influenciado
por esos pensamientos, decidió hacer algo relevante que significaría el primer
paso en la concretización de su filosofía de vida. Cogió el celular y escribió:
«Hola, amiguita, ¿aún buscas un testigo para tu boda?».
***
Un
mes después, Betto se aparecía enternado en la casa del novio. Trató de ser
cortés con todo el mundo, aunque lo más complicado fue a la hora de firmar como
testigo. Era como firmar su sentencia de muerte, como acuchillarse directo al
corazón. Lo único bueno para él fue cuando bailó con la novia. La chica estaba
preciosa. Quién como él para desentrañar la verdadera belleza de una mujer y
examinarla en toda su plenitud. Sin duda, era un esteta. Sin embargo, solo tuvo
una oportunidad para bailar con la mujer perdida (aunque nunca se pierde lo que
jamás se tuvo).
Eran
las once de la noche cuando, aburrido hasta el cansancio, salió a dar una
vuelta. En la calle el paisaje era deprimente: todo lo invitaba al sufrimiento.
Grupos de parejas caminaban muy enamoradas, felices. Era una especie de cuadro
que le hacía recordar que el amor y la felicidad existían, pero que él estaba
negado para esas cosas. Más adelante solo encontró calles y pasajes solitarios,
reflejos de su extrema soledad.
Después
de ese paseo, decidió retornar a la fiesta. Tenía la extraña esperanza de que
Víctor pudiera haberse atragantado con una pierna de pollo o se hubiese caído
por las escaleras de puro borracho. Pero en la fiesta todo seguía igual. La
gente bailaba, conversaba alegremente, comía ―sobre todo el padre del novio,
apodado el Gordo―. Sin embargo, no todo estaba igual: los ahora esposos habían
desaparecido. Más o menos se intuía
dónde podrían estar, hecho que a Betto lo derrumbaba por completo. Aunque lo
que más le fregó fue oír al padre de Víctor: «En este momento, mi cachorro ya
estará haciendo de las suyas». Estas palabras, dichas con repugnante lascivia,
hicieron que se desconociera y encarara al Gordo: «¡Qué hablas, cerdo
asqueroso, si tu hijo es marica! ¿Que no me crees? Si gustas, hazle la prueba
de la burbuja», y lo escupió. Los invitados se quedaron tan sorprendidos por lo
ocurrido que ninguno atinó a dar respuesta alguna. Solo siguieron a Betto con
la mirada mientras este abandonaba el lugar, después de patear salvajemente la
puerta.
Ya
estaba amaneciendo cuando abandonó la fiesta. La calle ahora era distinta, el
mundo mismo era otro para él. Y caminó y caminó hasta que la belleza de un
árbol lo detuvo. En su copa, una pareja de aves cantaba amorosamente. Estuvo
mirándolos buen rato, hasta que estos le dieron una muestra olorosa de su
fastidio por su presencia. Al doblar la calle, se limpiaba una apestosa mancha
en el terno y, mientras hacía eso, se convencía de que pasara lo que pasara
nunca dejaría de amar a Lizeth. Esperaría, sí, eso haría. Después de todo,
Víctor no era eterno y los accidentes eran pan de todos los días. Esperaría,
sí, aunque al final, tal vez, solo consiguiese seguir siendo «el mejor amigo»
de su amada.
Cerro de Pasco, 2011
Luis
Alberto Sulca Romero
[1] Publicado
por primera vez en Por las sendas de la
soledad (2016). Lima: Editorial Textos, pp. 11-23. La presente versión ha
sido ligeramente corregida en cuestión de erratas.
[2] Luis
Alberto Sulca Romero (Lima, 1984) es
bachiller en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y
Licenciado en Educación, en la especialidad de Lenguaje y Literatura, por la
misma casa de estudios. Tiene estudios de maestría en Docencia Universitaria en
la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle. Posee un diplomado
en Literatura Peruana Infantil y Juvenil otorgado por la Academia Peruana de la
Lengua. En el año 2016, bajo el nombre de Alberto Romero, publicó el libro de
cuentos Por las sendas de la soledad.
Actualmente, se dedica a la docencia y a la corrección y edición de textos.
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