LA TESIS DEL ÁNGEL CRUEL[1]
Jorge
Malpartida Tabuchi[2]
Ella
toca el timbre. La observo a través de la mirilla: está con uniforme de
colegio, mueve la cabeza de un lado a otro, agarra un mechón de su cabello
color trigo, lo ensortija entre sus dedos.
Vuelve
a tocar.
Tiene
en la mano una carta (a veces es rosada; otras veces, azul, algunas veces roja
escarlata), espera un rato, se impacienta y toca otra vez.
No
le abro.
Luego
de unos minutos, se va, desaparece de ese pequeño ángulo, el único que me
permite observar el lente que atraviesa la puerta y difumina sus rasgos. Camina
hacia la portería del condominio y ya no puedo verla.
La
secuencia de imágenes termina en este punto. A veces, me quedo mirando a través
de la mirilla unos segundos más. Otras veces, no está con el uniforme (falda
azul, blusa bombacha, corbata coqueta), sino con la ropa de deporte o con la
casaca de jean que llevó esa vez que fuimos a ver Pokémon 3: El hechizo de los Unown, en los nuevos multicines de
Equipetrol. Algunos detalles pueden cambiar. La memoria no es infalible. Pero
lo que no cambia es el final de ese recuerdo: ella toca y la puerta sigue
cerrada.
Ella
es María Gracia, la chica que me gustaba cuando tenía once años, en esa época
que viví en Bolivia. Fue mi amiga otaku durante esos dos años que estudié en un
colegio en Santa Cruz de la Sierra, esa ciudad calurosa y tropical, tan alejada
del valle de volcanes donde había nacido. El primer día de clases comenzamos a
hablar porque tiene una cartuchera de Sailor Moon. Se la vuelco al suelo sin
querer. Mientras recoge los colores desparramados y brota el olor a frutilla de
su borrador, me dice: “Chico nuevo, te castigaré… en el nombre de la Luna”.
Apunta con su dedo índice y guiña el ojo. Me río: “Entonces, eres una Sailor
Scout que lucha por el amor y la justicia”. Nos reímos. Le cuento que también
ando pegado a ese anime, a muchos otros. Que me amanezco viendo Locomotion. Ella hace lo mismo, no puede
despegarse de la TV. “Mirá mis ojeras, chico nuevo, ¿a que sí se notan?”. Sí,
sí se notan, y confieso que no he entendido Evangelion,
aunque la he visto de un tirón como tres veces. Ella tampoco la entiende, pero
le encanta la canción de inicio: Zankoku
na tenshi no teeze. “La tesis del
ángel triste, así se llama, ¿no?”. Querrás decir La tesis del ángel cruel, corrijo. “Claro, chico nuevo, del ángel
cruel”, y cuenta que ya la puede cantar de memoria, aunque no comprende ni una
pizca de japonés. Suelta el corito y tararea la melodía. Después, la invito a
jugar Nintendo 64 a la casa, nos enviciamos con el Pokémon Stadium. Ella siempre elige a Pikachu, pero le gano con
Onix, con Gengar, con Digglet. Siempre le gano hasta que se hace de noche, pero
no nos damos cuenta porque el tiempo se detiene cuando estamos juntos. Sonríe.
La imagen queda fija en sus labios abiertos. Luego, la atención pasa a sus
dedos juguetones que, por un instante, sueltan el mando de Nintendo y se
enredan en sus bucles dorados. Sigue el juego y no nos despegamos de la consola
porque no dejamos de reírnos.
Siempre
reímos.
Reímos
hasta que llega el día. El día en que se aparece en la puerta de mi casa y toca
varias veces. Antes han pasado muchas otras cosas, claro. A mi papá le avisan
en el trabajo que lo mandarán de vuelta al Perú. Tenemos que mudarnos a Lima,
otra ciudad que tampoco era mía. Yo no le digo a nadie, pero igual María Gracia
se entera y ese día va a despedirse a mi casa. Quiere decirme que me extrañará,
que me desea buena suerte, que la ciudad no será la misma sin mí. Todo eso y
más debería decir en la carta que cargaba ese día. Corro hacia la portería para
darle el alcance. Ya no está. El vigilante me dice que vino “esa gringuita
amiga suya”, que la hizo pasar porque pensaba que yo estaba adentro, pero luego
la vio irse triste.
En
ese punto es cuando nuestras vidas empiezan a ir cada una por su cuenta.
Recuerdo que, por esos años en Bolivia, la profesora de Matemáticas, “la que se
parece a Uranai Baba”, dice María Gracia, una vez nos habló sobre las líneas
tangentes: aquellas líneas rectas que tocan una curva en un solo punto y,
después, nunca más vuelven a intersecarse. “Tangente suena a marca de
detergente, chico nuevo”. Sí, sin duda los términos geométricos eran extraños.
Por entonces, no llegué a pensar que alguna vez estos conceptos servirían para
definir nuestra relación en el futuro: dos líneas que se encuentran una sola
vez y después se separan. Tuvimos ese instante de complicidad, charlas sobre
dibujos animados, colegiales melosos que se enamoran, niñas mágicas de ojos
grandes y tardes de videojuegos.
Después
de ese día en que ella tocó la puerta, no volvimos a ser los mismos. Recogí la
carta que dejó en la portería dentro de un sobre rojo (o azul, o verde), la
leí, entendí lo mucho que iba a extrañarme, y me sentí horrible porque yo
también sentía lo mismo y no tenía el coraje de decírselo. Me dio vergüenza
volver a verla en esos últimos días antes de la mudanza. Nunca fui al colegio a
despedirme de mis amigos para no toparme con ella. Después, metimos todo en un
camión y regresamos al Perú. En Lima, odié mi nuevo colegio, solo de varones.
Odié la nueva ciudad: gris, húmeda y fría.
—Día
lluvioso, nublado o soleado. ¿Cuál elegís, chico nuevo?
—¿Qué
dices, María Gracia?
Durante
las primeras horas en Lima, se me apareció en la cabeza esa escena de mi tiempo
en Bolivia. Estamos en el recreo. Sentados bajo la sombra de un árbol. Hacía
unos días, habíamos visto en mi casa Recuerdos
del ayer, una película de los estudios Ghibli en la que el chico que le
gusta a la protagonista le hace esa misma pregunta.
—¿Cuál
elegís, chico nuevo? Lluvioso, nublado o soleado.
—Nublado,
sin duda.
—Yo
también. Yo también.
Y
se acerca a mi rostro. Me sonrojo porque sé cómo termina esa escena en la
película. Cierro los ojos y cuando los abro, la veo riéndose.
—Caíste,
chico nuevo —se pone los dedos en sus labios—.
Caíste.
Recordé
eso cuando vi el cielo descolorido en mi nueva ciudad. Odié ya no tener a nadie
con quien hablar de la misma manera. Extrañé mi otra vida, la extrañé a ella. Y
ahí fue cuando empezaron las noches sin poder dormir, los recuerdos que no se
van.
***
Durante
estas noches en vela, he pensado en esa otra vida que pudo haber sido mía. Abro
la puerta luego de que escucho el timbre y ella me dice cara a cara que me
extrañará. “Chico nuevo, no te vayas”. Me abraza fuerte. Puedo oler sus
cabellos, algo dulce, mango u otra fruta pulposa. Me explica lo que está
escrito en la carta. Las claves de su tristeza, flashes de esa vida que
estábamos construyendo, planes de un futuro compartido. Y, como eso me
conmueve, también decido escribirle una carta parecida. Al día siguiente, la
busco en su casa en Ciudad Jardín, le entrego un papel escrito a mano, pero le
digo que no es un adiós, que le llamaré por teléfono y solo nos separará una
hora de diferencia. Ella va a despedirme al aeropuerto Viru Viru y también
lleva a mis otros amigos del colegio. Me regalan una foto enmarcada de la vez
que fuimos de paseo a la laguna de Montero. Ahí salgo al lado de María Gracia:
ella está poniendo sus dedos sobre mi cabeza, como dos orejas de conejito.
“Amor y paz, chico nuevo, amor y paz”. Pongo esa foto en mi nuevo cuarto en
Lima. Me acompaña mientras empiezo a conocer esa urbe nublada y extraña. Aunque
no la llego a sentir tan ajena, porque cada cierto tiempo recibo las llamadas
de ella, o también le telefoneo durante las noches en que hay tarifa plana de
larga distancia. Y, luego, nos mandamos mails, cada vez más extensos, cada vez
más sinceros. Después, hablamos por Messenger sobre cómo nuestras ciudades
cambiaban, las calles, los edificios, pero nosotros no; también de los cursos
que no entendíamos, Matemáticas y Física. De la música que escuchábamos, los
libros que descubríamos, los animes que nos seguían conectando. Y de nuestra
promesa de volver a juntarnos.
Pienso
en uno de los mensajes que llega a mi correo durante esas semanas. Lo releo
para comprobar en esas palabras tiernas lo que ya sabíamos el uno del otro.
Querido :
Quisiera contarte cómo
anda Santa Cruz desde que vos te fuiste. Pero sigue dormida para mí. No anda
sin vos. Busco alguna imagen del presente, pero solo me aparecen recuerdos
juntos. La nube en forma de panda que vimos en el viaje de curso hacia la
laguna. El sonido de la lluvia cuando golpeaba contra el patio de baldosas en
tu casa. La brisa que nos envolvía cuando venía un surazo y caminábamos por las
calles de Ciudad Jardín. Nuestros paseos con audífonos compartidos y el
soundtrack de Evangelion sonando en el discman. El olor de mi borrador de
frutilla la primera vez que te vi. Quisiera contarte sobre la ciudad, pero,
sobre todo, me gustaría sentir todas estas cosas de nuevo con vos.
***
En
la ciudad gris no hubo llamadas ni mails ni chats de Messenger. Me volqué de
lleno a los estudios y durante la secundaria nunca tuve más problemas en los
cursos de números. Es más, mi habilidad para resolver las operaciones de
álgebra y aritmética me permitió hacer más llevadero el infierno que fue ese
colegio de varones en Lima. Les hacía la tarea a algunos de los bravucones o
los dejaba copiar en los exámenes. Al menos, así estaba a salvo de sus golpizas
e insultos durante algunas semanas.
—Así
me gusta, seboso, pasa la tarea completa —decía el Cretino 1.
—No
olvides entregar nuestra monografía de geometría para el jueves. O sino,
bodoque, pagas pato —amenazaba el Cretino 2 y se agarraba los huevos.
En
los recreos me sentaba solo en las gradas del coliseo, comía mi refrigerio
rápido y a la salida caminaba a casa sin ningún amigo. Me metía dentro de las
galerías del centro comercial Arenales, en donde se reunían los otakus y frikis
de la ciudad. Paseaba por las tiendas buscando series completas de anime,
revistas de manga, posters donde aparecían esas niñas de ojos grandes que me
hacían recordar a María Gracia. Volvía a casa con paquetes de discos, me
encerraba en mi cuarto y miraba maratones de dibujos hasta quedarme dormido, a
la espera de que ella apareciera en mis sueños.
En
mis recorridos por Arenales, también observaba a las chicas haciendo cosplay que atendían en las tiendas y
cafetines. Algunas vestían trajes oscuros de maids, delantales con encajes y portaligas; otras, llevaban yukatas apretadas, orejas de gatitos y
faldas pomposas que intentaban ser kawaii.
Volanteaban y ofrecían descuentos con voces chillonas y una suavidad fingida.
Ninguna se acercaba a la delicadeza de ella. Llevaban pelucas de todos los
colores, como guerreras mágicas de anime, pero no podían igualar esos mechones
dorados, ni la sonrisa cristalina. Aunque sabía que eran insuficientes, al llegar
a casa, me encerraba en mi cuarto y usaba los fragmentos de carnes y pieles
descubiertas de estas muchachas para moldearlas en mi mente. Trataba de armar
en mi cabeza una versión mejorada de todas ellas, mezclada con mis recuerdos de
María Gracia. Un pedazo de sus piernas turgentes, un fragmento de escote, un
lunar encima de unos labios húmedos, un tatuaje de una estrella en el hombro y
otro con un kanji mal escrito sobre
una espalda desnuda. Tomaba todas esas partes y componía un nuevo cuerpo con el
rostro dulce e inocente que seguía apareciendo en mis noches. Me quedaba
dormido en la oscuridad tratando de ordenar esas imágenes.
***
Desde
que me mudé a Lima, busco volver a estar con ella. En una de nuestras extensas
llamadas nocturnas, le cuento que iremos de viaje de promoción a Bolivia y que
pasaremos unos días por Santa Cruz. Luego de muchos mails y mensajes de texto,
nos encontramos de nuevo en una heladería de Equipetrol. La he visto antes en
fotos digitales que me ha pasado en los últimos años, pero ahora la imagen que
tengo al frente es una versión amplificada de su belleza. Se la presento a mis
patas del colegio, todos se caen bien, me cochinean como hacen siempre los
amigos en esas situaciones, pero luego comprenden que deben dejarnos solos y se
van a pasear. María Gracia y yo caminamos por la ciudad que había sido nuestra,
llegamos hasta el Cristo Blanco. Nos tomamos de la mano y nos besamos. El
tiempo se detiene como en un anime romántico. Nos abrazamos con fuerza y
aparece un fulgor en el cielo tropical. La noche retrocede, las luces también
se extinguen y brota en el horizonte un atardecer solo para nosotros. Ese
paisaje nos rodea durante varios minutos mientras rozo con mis dedos sus
mejillas, sus mechones ensortijados, y busco de nuevo su boca.
Al
volver al Perú le digo a mis padres que quiero estudiar la universidad en Santa
Cruz. Ellos están de acuerdo, porque a mi padre le han ofrecido encargarse de
una nueva fábrica de su compañía en Cochabamba, en el centro de Bolivia. “Estaremos
cerca, hijo”. Me dice que ya estoy grande, que puedo vivir solo y rentar algo
cerca de la universidad, “además, tienes buenos amigos allá”. Todo se acomoda:
al cumplir dieciocho años ya estoy de vuelta en Santa Cruz y María Gracia está
de vuelta en mi vida.
***
Ni
bien termino de estudiar en ese colegio limeño horroroso, ingreso a Ingeniería
de Sistemas. No me apasiona esa carrera universitaria, pero siento que estar
metido entre computadoras es mejor que soportar a gente que detesto. Tampoco
hago amigos en la universidad. Mi único contacto humano sigue siendo las
galerías de Arenales. Los vendedores de anime ya conocen mis gustos, mi afición
por la cursilería y las historias exageradamente trágicas. En una de esas
incursiones, llega a mis manos una película de Makoto Shinkai, 5 centímetros por segundo, o, como dice
el subtítulo en la carátula: “Una serie de historias sobre la distancia”. Trata
sobre dos amigos de colegio, cómplices de infancia, que se separan e intentan
mantener su vínculo a lo largo de la adolescencia. Hay una escena en la que,
luego de mucho esfuerzo, el protagonista Takaki logra reunirse con su amiga
Akari en una lejana estación de tren. En medio de una tormenta de nieve, pasan
la noche juntos y se besan. Al darse cuenta de lo real de su amor, Takaki es
envuelto por una gran tristeza. Sabe que, cuando vuelvan a casa, los espera
“una larga vida solos por delante”.
Miro
la película una y otra vez en mi computadora. En la escena inicial, el
protagonista explica que cinco centímetros por segundo es la velocidad que
tarda un pétalo de cerezo en tocar el suelo, luego de desprenderse de la rama.
Dice eso porque, de niños, Takaki y Akari miraban los árboles de cerezo. Un
pétalo que cae y se balancea con el viento es una metáfora sobre la lentitud de
la vida, pero también una imagen de los distintos rumbos del destino. ¿Cuál es
la distancia que me separa de ella? Por esos días, descubro el Google Maps y
calculo que estoy a más de dos mil seiscientos kilómetros de Santa Cruz. A
cuarenta horas en automóvil, o a una caminata de veintitrés días. Para llegar
donde María Gracia debía moverme a una velocidad de 1,333 centímetros por
segundo.
***
En
Santa Cruz llego a tener una vida feliz. Estudio Comunicación Audiovisual y me
dedico a escribir guiones para la televisión. María Gracia estudia Artes y
también se enfoca en su carrera de cantante. Todas las tardes la paso a buscar
a su facultad y caminamos hasta mi departamento, vemos películas, escucho sus
nuevas canciones, le leo el borrador del guion de mi primer largometraje sobre
la caída de un ovni en la selva, conversamos acostados hasta que la noche nos
cubre entre sueños. Cuando acabo la carrera, mi padre me regala una camioneta
con la que empezamos a viajar por la región, vamos al Chapare, a la
Chiquitanía, a Vallegrande, en donde asesinaron al Che. En un momento de la
ruta, recordamos esa vez que me fue a buscar a mi casa y tocó el timbre. Me
dice que en ese momento se dio cuenta de que no quería perderme. Yo tampoco, le
digo, yo tampoco, María Gracia. Nos miramos, entrelazamos las manos y seguimos
avanzando juntos por la carretera. Somos felices y sabemos que lo seguiremos
siendo por mucho tiempo más. Ahí se supone que terminan las historias; al
menos, ahí es donde me gustaría que termine esta.
***
Pero no termina ahí, porque yo sigo siendo ese chiquillo que nunca abrió la puerta. El sueño sigue apareciendo y no cambia. Los días se me van en esos trabajos tristes de ingenieros tristes, arrinconado en una esquina, en una oficina con gente sin rostro, ordenando números, organizando bases de datos, diseñando programas, sin hablar nunca con nadie. Mi único escape son mis visitas a Arenales para buscar nuevos animes. Ya no solo me atiborro de dramas juveniles, un proveedor me hizo conocer a Satoshi Kon y sus tramas torcidas de un Tokio cada vez más enfermo. Perfect Blue, Millennium Actress y Paranoia Agent se suman a mi lista de favoritos, y me exponen a los engranajes subterráneos de una sociedad pútrida. Sus secuencias hiperrealistas son una síntesis de la violencia callejera, la farsa televisiva y los rincones más oscuros de Internet, con acosadores y pervertidos. Te golpean tanto esas imágenes que terminas desangrado o apaleado como una mujerzuela, o un vagabundo bañado en vómito y orines.
En
mis regresos a pie, luego de abastecerme de anime, paso por esas esquinas en
Risso y la Av. Arequipa que están tomadas por prostitutas. Es imposible no
fijarse en esos cuerpos. Las veo corriendo de la Policía, o jaloneadas por un
caficho fornido que guarda un fierro en su entrepierna. A veces, quizás
conscientes del público objetivo que rodea su zona de trabajo, también veo a
putas disfrazadas, haciendo cosplay de enfermeras, diablitas y caperucitas. Una
que otra, en medio de los bocinazos e insultos, trata de sumar algunos puntos
de ternura con unas orejas de gatita, con un moño rosado que se pierde entre
sus extensiones de cabellera falsa.
Durante
esos días cada vez más solitarios, en la empresa en donde trabajo se diseña un
programa de reconocimiento facial para los sistemas de video vigilancia. El
software permite escanear el rostro de una persona (en video o foto) y
compararla con una base de datos. En mis ratos libres, pirateo el código base y
creo una plataforma digital para construir a “la chica anime de tus sueños”.
Utilizo como insumo una biblioteca de miles de personajes de series y películas
de animación japonesa. Puedes elegir el color y tamaño de los ojos, la forma de
las orejas y boca, el tamaño de los labios, caderas y busto, el color y diseño
de cabellera de tu preferencia. Este programa, que bautizo como MakeMoeGirls,
me entretiene durante varias semanas, mientras trato de perfeccionar una versión
anime de María Gracia. Agarro fotogramas y píxeles de series que vi en mis años
en Bolivia, hasta que obtengo en la computadora una muñequita idéntica a ella.
A
veces, busco a María Gracia en el Facebook para comparar mi creación con la
versión actual. Entro a su perfil, pero no la agrego. Miro sus fotos cantando,
en sus viajes con su novio (un peloterito cualquiera), en sus salidas con los
amigos que alguna vez fueron míos. Agarro esos retazos, los pongo al lado del
diseño perfecto en dos dimensiones y me decepciono. Corroboro su envejecimiento
y deterioro. Me parece falsa en sus fiestas del trabajo, en sus shows
musicales, en sus sesiones de foto. Ya no es la muñequita de sonrisa traviesa y
moño. Su pelo ahora es azabache, teñido, plástico, burdo. Sigo revisando sus
fotos, en cada imagen veo cómo se desfiguran mis recuerdos. Encuentro la
portada de su primer álbum como solista: aparece con el rostro serio, adulto,
una farsante, una impostora. En la foto trasera del disco, ella sale de
espaldas, con los hombros desnudos, un tatuaje tribal cubre su piel marchita.
Me da asco y recuerdo esa vez que sentí algo parecido hacia ella. Esa misma
pulsión.
Ocurrió
una mañana que nos tocaba clase de Educación Física. Mientras todos hacemos
deporte en el coliseo del colegio, María Gracia se ha quedado a un costado de
la cancha, sentada en la parte baja de las gradas. Dice que está resfriada,
pero sabemos que es una excusa para ocultar que le ha llegado su periodo. Otras
chicas ya habían utilizado esa estrategia. Y, luego, quedaban marcadas,
manchadas como esas toallas que empezaban a utilizar debajo de sus calzones.
Todas esas chicas del curso que alguna vez vimos excusarse de Educación Física
dejaban de ser las mismas.
—Cuando
les llega la regla, se vuelven antipáticas —dice el Pelotero 1 y lanza un pase.
—Se vuelven histéricas y amargadas. Oíme, , ya verás a lo que me refiero —dice el Pelotero 2 y mira hacia las gradas con una risita.
No
les respondo nada, pero no quiero que eso le ocurra a María Gracia. El balón
llega a mis pies. Estoy tan distraído que disparo chueco y la pelota vuela
hasta las graderías.
—Vos,
la resfriada, pasanos la bola.
María
Gracia se levanta con desgano y mete un patadón desde su sitio.
—Andaaa,
payaso.
La
pelota le cae en la panza al Pelotero 1. Se soba de forma exagerada. Reímos
dentro del círculo.
—Ay,
ay… Me heriste.
—Sobaaate
bien. ¿Ya ves que anda de histérica?
—Ten
cuidado —digo fuerte para que me escuche—. No te vaya a contagiar su
menstruación.
Todo
queda en silencio.
Se
oyen risas y después ella sale corriendo del coliseo. Tira la puerta de metal.
—¡Qué buena! Te pasaste de pendejo, .
—Qué pendejazo, .
Todos
los peloteros del curso, como nunca, me empiezan a palmotear en señal de
aprobación.
María
Gracia dejó de hablarme por un tiempo. Era verdad lo que decían sobre los
estados de ánimo de las chicas durante su regla. Me esquivaba en los pasillos,
decía que estaba ocupada como para ver dibujos o jugar Pokémon. Me daba arcadas solo pensar que podía ser tan mentirosa conmigo,
yo que había sido su cómplice por tanto tiempo. Eso ocurrió semanas antes de
que papá nos avisara que nos íbamos de Santa Cruz. Ahora que sigo revisando su
perfil en redes, me topo con sus canciones y videos en vivo. Ya no hay el tono
dulce y alegre que acompañaba los openings y endings que escuchábamos de niños,
sino un lamento profundo, demasiado adulto. Su imagen actual ya no es la de una
Sailor Scout que lucha por el amor y la justicia. Comparo sus fotos actuales
con las imágenes del pasado y solo me aparece un ser deforme, un monstruo que
se cae a pedazos y se desparrama sobre el molde de mis recuerdos. Pero, en esos
despojos, sigue siendo ella. Aún quedan vestigios de su encanto.
Hago
un intento más por recomponer a esa niña. Ahora aparece otra escena, años
atrás, en ese festival que hizo la colonia japonesa en Santa Cruz, un matsuri de verano en donde ella se
vistió con una yukata de algodón y se puso a cantar en el concurso de karaoke
la melodía de Evangelion:
Zankoku
na tenshi no youni
shounen
yo shinwa ni nare
aoi
kaze ga ima
mune
no doa wo tataite mo
watashi
dake wo tada mitsumete
hohoende’ru
anata.
Nos
reímos porque su voz apacible, ya más entrenada por tantas repeticiones, a los
jueces no les suena como el opening de un anime de robots, sino como un canto
“tradicional y solemne para recibir el cambio de estación”. La premian y su
foto sale en Los Tiempos de Okinawa,
el periódico que editaba la colonia japonesa. Recuerdo todo eso mientras sigo
viendo más películas de animación, en donde los sueños se destruyen y los
amores fracasan. A veces es la distancia; otras veces los separa la edad, el
tiempo, la naturaleza. Siempre se terminan formando líneas tangentes.
En
mi televisor se reproduce Voces de una
estrella distante, otra recomendación de mi dealer otaku. La historia trata
de dos colegiales, Noboru y Mikako, amigos desde la infancia que, durante sus
paseos en bicicleta bajo la lluvia, planean estudiar juntos en la escuela
superior. Sus proyectos se truncan por el estallido de una guerra
interplanetaria. Es el 2047 y unos invasores extraterrestres amenazan a la
Tierra. Mikako es seleccionada para pilotar uno de los robots que les darán
caza a los enemigos por el sistema solar. Desde el espacio, Mikako le sigue
enviando mensajes de celular a su amigo. Noboru responde desde un planeta cada
vez más vacío. Conforme la misión continúa avanzando por las estrellas, los
mensajes de ella demoran más tiempo en llegar. Primero, pasan unos días, unas
semanas, un mes. Luego, seis meses. Un año. En un punto, la flota de robots
defensores hace un salto a la velocidad de la luz y cualquier mensaje que
Mikako le envíe a Noboru, demora 8,6 años en llegar a la Tierra. El silencio
cubre su relación. “Solo hemos estado pensando el uno en el otro desde la
escuela, pero ocho años a la velocidad de la luz es una eternidad”, reflexiona
el joven. “Me he trazado una meta: seré más frío, duro y fuerte. No puedo
seguir pegado a una puerta que sé que
no se abrirá”. En el espacio, Mikako sigue pilotando la máquina, cercena
extraterrestres y mira su celular cada tanto. En los minutos finales, cuando ya
sabemos que ella morirá despedazada en una batalla, llega al celular de Noboru
un mensaje, enviado 8,6 años atrás. Ella le cuenta que ahí arriba no pasa nada,
que en su viaje por las estrellas solo se le vienen recuerdos con él. Nada de
lo que ve en el espacio es como una nube de verano, o la brisa de otoño en la
escuela, o el sonido de las gotas golpeando su paraguas, o la tierra suave en
la primavera. Las voces de ambos se entrecruzan mientras vemos una secuencia de
imágenes de la naturaleza. “Querido Noboru”, dice ella. “Querida Mikako”, dice
él. “Yo siempre — su voz se funde a dúo— he querido sentir estas cosas
contigo”. La película termina. En la oscuridad, pienso que 8,6 años es mucho
menos tiempo del que llevo lejos de María Gracia.
***
Una
noche me levanto luego de soñar con ella. Con esa versión del pasado que atesoro
y no puedo olvidar. Recuerdo una frase que Takaki dice casi al final de 5 centímetros por segundo: “La tristeza
se va acumulando dentro si solo vives para ti mismo”. Decido escribirle a María
Gracia. Solo una hora de distancia nos separa; después de todo, no es tan
tarde.
Entro
a Facebook, la he agregado hace unos días para poder acceder a más fotos de
ella. Para escarbar su pasado y entender en qué punto dejó de ser esa niña a la
que ahora busco recuperar. Estoy por mandarle un mensaje, pero, entonces,
recuerdo cómo termina esa reflexión en la película: “Ni mil mensajes nos
podrían poner más cerca ahora”. Quizás, debería aceptar las leyes de la
geometría: una vez que una línea recta toca la curva, nunca más vuelven a
chocar. Porque si le escribiese ahora, ella seguro me saludaría solo por
compromiso. Me contaría un resumen superficial de lo que fue su vida en los
últimos veinte años que dejamos de hablarnos. Yo haría lo mismo. Incluso puedo
inventarme que tengo un viaje de trabajo a Santa Cruz y que sería muy lindo
volver a vernos. Seguro que sí, me diría. Pero la complicidad ya no existe. La
cercanía que tuvimos se perdió.
Tal
vez, solo queda entender que ya no es posible. Dar vuelta a la página. Dejarla
ir…
No.
Decido
insistir. O, mejor aún, encararla. Derribar esa puerta. Abrirla a la fuerza.
Torcer el destino, acercar otra vez las líneas. Ser fuerte, frío y duro para obtener respuestas.
La
veo conectada y le empiezo a escribir por el chat.
—Tal
parece que te volviste una diva, que hasta me niegas el saludo.
—Hola.
¿Quién sos vos?
—¿Cómo, no te acuerdas de mí? Soy .
—Ay, . Chico nuevo, ni te reconocí. Andás bien subidito de peso en la foto de perfil.
Me
dice que ay qué gusto de verte (falsa), que ahora anda metida en su música
(impostora) y que ni tiempo de hablar en las redes tiene (mentirosa). Le
pregunto que por qué canta con ese estilo tan oscuro, tan alejado de lo que le
gustaba de chica.
—Ya
estoy grandecita para los covers de anime. Estaba bien para pasar el rato.
—Pero
eso no decía en tu carta, ahí me contabas que querías perfeccionar tu canto en
japonés.
—¿Cuál
carta? Ya ni me acuerdo.
—Aún
la tengo por aquí. Hasta me pusiste un ranking de las canciones de anime que
querías aprender antes de los 15 años.
—Andaaaa,
vos sí te tomaste en serio lo del anime. Si hasta en la foto tenés la forma y
cachetes de Yajirobe. ¿O es que hacés cosplay?
—…
—Anda, , no te enojés que es una bromita.
—Qué
pasa, ¿estás con tu periodo?
—…
—Sorry,
María Gracia…yo…
—…
—Oye,
también es broma… y qué te cuentas…
—Andaaate
a la mierda, gordo seboso.
Y
se desconecta.
Me
quedo en blanco frente a la pantalla. Miro su foto de perfil y en esa versión
de María Gracia adulta se superpone su rostro de niña, quebrado como un
cristal, atravesado por un tajo de sangre. Mi corazón empieza a bombear fuerte,
sudo, jadeo. Doy vueltas alrededor de mi habitación. Revuelvo el armario, saco
unos trapos y los meto en mi mochila. Salgo a la calle, avanzo por la noche
limeña, cae esa garúa ridícula que parece un aspersor de orines. Aparece otra
imagen del rostro de María Gracia cercenado. Llego hasta Risso y observo a las
putas. Busco una que todavía no esté tan trajinada. Dentro del hotel le pido
que se vista con el traje de marinerita, de Sailor Scout, que tengo en mi
mochila. Que se ponga el moño y la falda de muñequita.
—Eso
es otro precio, papi. El doble, mínimo.
Le
tiro un fajo de billetes sobre la colcha mugrosa. Saco de mi mochila una careta
de Pikachu y cubro mi rostro con su sonrisa de corrospum.
—Tú
sí que eres pervertido, mi rey.
Ya
disfrazada se tira sobre la cama. Me muestra sus tetas, las sobajea. Luego se
toca el sexo, me llama con sus uñas puntiagudas. Le digo que no, que no quiero
eso. Le digo que quiero que cante, que cante fuerte. Ella suelta un tarareo
desafinado, pero no es suficiente. Canta, le digo, canta, canta, canta. Se pone
de pie, ya no finge deseo, ahora tiene una mueca de temor, o quizás solo asco
ante mi rostro deforme.
—Te
he dicho que cantes, carajo. Canta, puta de mierda, canta más fuerte, canta,
¡cantaaa!
Al
oír mis gritos, manotazos se escuchan desde el otro lado de la puerta. Entran
dos tipos fornidos, me arrastran por el pasillo y me sacan del hotel. Me tiran
al piso y empiezan las patadas y puñetes. Se cae la careta de Pikachu y siento
en mi rostro la vereda fría, húmeda por la garúa y los orines de los borrachos.
Esa superficie resbalosa entumece un poco el dolor. Después de un rato me
levanto, magullado, sin billetera ni celular, con el sabor a sangre en la boca.
Camino hasta mi casa y entro a mi cuarto oscuro.
Abro
los ojos.
Prendo
la computadora e intento buscar el perfil de María Gracia en Facebook.
No puede ver el contenido
de este usuario.
Intento
otra vez.
No puede ver el contenido
de este usuario.
Una
vez más.
No puede ver el contenido
de este usuario.
Ya
no existen más oportunidades.
***
Cada
noche, solo me queda volver a ese momento. A ese punto en que todavía nuestras
líneas se tocan. En las que aún no nos hemos convertido en el par de extraños
que hoy somos y seguiremos siendo.
Suena
el timbre de mi casa. A veces, la hago pasar a la sala y nos abrazamos ahí
dentro. En otras, la invito a mi cuarto y me ayuda a empacar mis últimas cosas.
Le regalo el cartucho del Pokémon Stadium
y ella lo abraza como si fuera un peluche. Otras veces, no somos niños, sino
adolescentes, y nos desnudamos con nerviosismo y exploramos nuestros cuerpos
calientes sobre la cama. En otras, yo ya tengo la camioneta y le digo que nos
vayamos de ahí, que escapemos hacia la carretera y avancemos sin rumbo juntos,
de la mano.
Siempre
vuelvo al mismo punto. Ese es el inicio de todo. De todo lo que pudo ser, de lo
que pude haber vivido a su lado. Ella toca el timbre, la observo a través de la
mirilla y, esta vez, la puerta se abre.
[1] Publicado
por primera vez en Contra toda autoridad,
excepto… (2024). Arequipa: Aletheya, pp. 37-54.
[2] Jorge Malpartida Tabuchi (Arequipa, 1990) Es
periodista, escritor y docente universitario. Licenciado en Ciencias de la
Comunicación por la UNSA, y con una maestría en Escritura Creativa por la PUCP.
Fue reportero y editor en La República,
Sin Fronteras y El Comercio (Lima). Autor del libro de cuentos Contra toda
autoridad, excepto… (Aletheya, 2024), y Patato: el goleador humilde que
miraba al frente (2018), una crónica sobre Eduardo Márquez, el ídolo del
FBC Melgar. Fue incluido en la antología de ciencia ficción iberoamericana Otras
formas de ser humano (Compañía Naviera Ilimitada, Argentina, 2024). En el
2023 fue uno de los ganadores del Premio OEI de Cuentos de Ciencia y
Tecnología, impulsado por la Organización de Estados Iberoamericanos. En el
2024 obtuvo el primer puesto en Cuento en los IV Juegos Florales Nacionales de
la Universidad Nacional de Trujillo, en la categoría Docentes. Como autor ha
participado en ferias del libro y eventos culturales, como la FIL Lima y el Hay
Festival. Enseña periodismo y redacción en la UNSA y la Universidad La Salle.
Es creador y conductor del podcast de literatura Lector
Beta.
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