domingo, 15 de diciembre de 2024

«La tesis del ángel cruel». Un cuento de Jorge Malpartida Tabuchi

 

LA TESIS DEL ÁNGEL CRUEL[1]

 

Jorge Malpartida Tabuchi[2]

 




Ella toca el timbre. La observo a través de la mirilla: está con uniforme de colegio, mueve la cabeza de un lado a otro, agarra un mechón de su cabello color trigo, lo ensortija entre sus dedos.

Vuelve a tocar.

Tiene en la mano una carta (a veces es rosada; otras veces, azul, algunas veces roja escarlata), espera un rato, se impacienta y toca otra vez.

No le abro.

Luego de unos minutos, se va, desaparece de ese pequeño ángulo, el único que me permite observar el lente que atraviesa la puerta y difumina sus rasgos. Camina hacia la portería del condominio y ya no puedo verla.

La secuencia de imágenes termina en este punto. A veces, me quedo mirando a través de la mirilla unos segundos más. Otras veces, no está con el uniforme (falda azul, blusa bombacha, corbata coqueta), sino con la ropa de deporte o con la casaca de jean que llevó esa vez que fuimos a ver Pokémon 3: El hechizo de los Unown, en los nuevos multicines de Equipetrol. Algunos detalles pueden cambiar. La memoria no es infalible. Pero lo que no cambia es el final de ese recuerdo: ella toca y la puerta sigue cerrada.

Ella es María Gracia, la chica que me gustaba cuando tenía once años, en esa época que viví en Bolivia. Fue mi amiga otaku durante esos dos años que estudié en un colegio en Santa Cruz de la Sierra, esa ciudad calurosa y tropical, tan alejada del valle de volcanes donde había nacido. El primer día de clases comenzamos a hablar porque tiene una cartuchera de Sailor Moon. Se la vuelco al suelo sin querer. Mientras recoge los colores desparramados y brota el olor a frutilla de su borrador, me dice: “Chico nuevo, te castigaré… en el nombre de la Luna”. Apunta con su dedo índice y guiña el ojo. Me río: “Entonces, eres una Sailor Scout que lucha por el amor y la justicia”. Nos reímos. Le cuento que también ando pegado a ese anime, a muchos otros. Que me amanezco viendo Locomotion. Ella hace lo mismo, no puede despegarse de la TV. “Mirá mis ojeras, chico nuevo, ¿a que sí se notan?”. Sí, sí se notan, y confieso que no he entendido Evangelion, aunque la he visto de un tirón como tres veces. Ella tampoco la entiende, pero le encanta la canción de inicio: Zankoku na tenshi no teeze. “La tesis del ángel triste, así se llama, ¿no?”. Querrás decir La tesis del ángel cruel, corrijo. “Claro, chico nuevo, del ángel cruel”, y cuenta que ya la puede cantar de memoria, aunque no comprende ni una pizca de japonés. Suelta el corito y tararea la melodía. Después, la invito a jugar Nintendo 64 a la casa, nos enviciamos con el Pokémon Stadium. Ella siempre elige a Pikachu, pero le gano con Onix, con Gengar, con Digglet. Siempre le gano hasta que se hace de noche, pero no nos damos cuenta porque el tiempo se detiene cuando estamos juntos. Sonríe. La imagen queda fija en sus labios abiertos. Luego, la atención pasa a sus dedos juguetones que, por un instante, sueltan el mando de Nintendo y se enredan en sus bucles dorados. Sigue el juego y no nos despegamos de la consola porque no dejamos de reírnos.

Siempre reímos.

Reímos hasta que llega el día. El día en que se aparece en la puerta de mi casa y toca varias veces. Antes han pasado muchas otras cosas, claro. A mi papá le avisan en el trabajo que lo mandarán de vuelta al Perú. Tenemos que mudarnos a Lima, otra ciudad que tampoco era mía. Yo no le digo a nadie, pero igual María Gracia se entera y ese día va a despedirse a mi casa. Quiere decirme que me extrañará, que me desea buena suerte, que la ciudad no será la misma sin mí. Todo eso y más debería decir en la carta que cargaba ese día. Corro hacia la portería para darle el alcance. Ya no está. El vigilante me dice que vino “esa gringuita amiga suya”, que la hizo pasar porque pensaba que yo estaba adentro, pero luego la vio irse triste.

En ese punto es cuando nuestras vidas empiezan a ir cada una por su cuenta. Recuerdo que, por esos años en Bolivia, la profesora de Matemáticas, “la que se parece a Uranai Baba”, dice María Gracia, una vez nos habló sobre las líneas tangentes: aquellas líneas rectas que tocan una curva en un solo punto y, después, nunca más vuelven a intersecarse. “Tangente suena a marca de detergente, chico nuevo”. Sí, sin duda los términos geométricos eran extraños. Por entonces, no llegué a pensar que alguna vez estos conceptos servirían para definir nuestra relación en el futuro: dos líneas que se encuentran una sola vez y después se separan. Tuvimos ese instante de complicidad, charlas sobre dibujos animados, colegiales melosos que se enamoran, niñas mágicas de ojos grandes y tardes de videojuegos.

Después de ese día en que ella tocó la puerta, no volvimos a ser los mismos. Recogí la carta que dejó en la portería dentro de un sobre rojo (o azul, o verde), la leí, entendí lo mucho que iba a extrañarme, y me sentí horrible porque yo también sentía lo mismo y no tenía el coraje de decírselo. Me dio vergüenza volver a verla en esos últimos días antes de la mudanza. Nunca fui al colegio a despedirme de mis amigos para no toparme con ella. Después, metimos todo en un camión y regresamos al Perú. En Lima, odié mi nuevo colegio, solo de varones. Odié la nueva ciudad: gris, húmeda y fría.

—Día lluvioso, nublado o soleado. ¿Cuál elegís, chico nuevo?

—¿Qué dices, María Gracia?

Durante las primeras horas en Lima, se me apareció en la cabeza esa escena de mi tiempo en Bolivia. Estamos en el recreo. Sentados bajo la sombra de un árbol. Hacía unos días, habíamos visto en mi casa Recuerdos del ayer, una película de los estudios Ghibli en la que el chico que le gusta a la protagonista le hace esa misma pregunta.

—¿Cuál elegís, chico nuevo? Lluvioso, nublado o soleado.

—Nublado, sin duda.

—Yo también. Yo también.

Y se acerca a mi rostro. Me sonrojo porque sé cómo termina esa escena en la película. Cierro los ojos y cuando los abro, la veo riéndose.

—Caíste, chico nuevo —se pone los dedos en sus labios—.

Caíste.

Recordé eso cuando vi el cielo descolorido en mi nueva ciudad. Odié ya no tener a nadie con quien hablar de la misma manera. Extrañé mi otra vida, la extrañé a ella. Y ahí fue cuando empezaron las noches sin poder dormir, los recuerdos que no se van.

 

 

***

Durante estas noches en vela, he pensado en esa otra vida que pudo haber sido mía. Abro la puerta luego de que escucho el timbre y ella me dice cara a cara que me extrañará. “Chico nuevo, no te vayas”. Me abraza fuerte. Puedo oler sus cabellos, algo dulce, mango u otra fruta pulposa. Me explica lo que está escrito en la carta. Las claves de su tristeza, flashes de esa vida que estábamos construyendo, planes de un futuro compartido. Y, como eso me conmueve, también decido escribirle una carta parecida. Al día siguiente, la busco en su casa en Ciudad Jardín, le entrego un papel escrito a mano, pero le digo que no es un adiós, que le llamaré por teléfono y solo nos separará una hora de diferencia. Ella va a despedirme al aeropuerto Viru Viru y también lleva a mis otros amigos del colegio. Me regalan una foto enmarcada de la vez que fuimos de paseo a la laguna de Montero. Ahí salgo al lado de María Gracia: ella está poniendo sus dedos sobre mi cabeza, como dos orejas de conejito. “Amor y paz, chico nuevo, amor y paz”. Pongo esa foto en mi nuevo cuarto en Lima. Me acompaña mientras empiezo a conocer esa urbe nublada y extraña. Aunque no la llego a sentir tan ajena, porque cada cierto tiempo recibo las llamadas de ella, o también le telefoneo durante las noches en que hay tarifa plana de larga distancia. Y, luego, nos mandamos mails, cada vez más extensos, cada vez más sinceros. Después, hablamos por Messenger sobre cómo nuestras ciudades cambiaban, las calles, los edificios, pero nosotros no; también de los cursos que no entendíamos, Matemáticas y Física. De la música que escuchábamos, los libros que descubríamos, los animes que nos seguían conectando. Y de nuestra promesa de volver a juntarnos.

Pienso en uno de los mensajes que llega a mi correo durante esas semanas. Lo releo para comprobar en esas palabras tiernas lo que ya sabíamos el uno del otro.

 

Querido               :

Quisiera contarte cómo anda Santa Cruz desde que vos te fuiste. Pero sigue dormida para mí. No anda sin vos. Busco alguna imagen del presente, pero solo me aparecen recuerdos juntos. La nube en forma de panda que vimos en el viaje de curso hacia la laguna. El sonido de la lluvia cuando golpeaba contra el patio de baldosas en tu casa. La brisa que nos envolvía cuando venía un surazo y caminábamos por las calles de Ciudad Jardín. Nuestros paseos con audífonos compartidos y el soundtrack de Evangelion sonando en el discman. El olor de mi borrador de frutilla la primera vez que te vi. Quisiera contarte sobre la ciudad, pero, sobre todo, me gustaría sentir todas estas cosas de nuevo con vos.

 

 

***

En la ciudad gris no hubo llamadas ni mails ni chats de Messenger. Me volqué de lleno a los estudios y durante la secundaria nunca tuve más problemas en los cursos de números. Es más, mi habilidad para resolver las operaciones de álgebra y aritmética me permitió hacer más llevadero el infierno que fue ese colegio de varones en Lima. Les hacía la tarea a algunos de los bravucones o los dejaba copiar en los exámenes. Al menos, así estaba a salvo de sus golpizas e insultos durante algunas semanas.

—Así me gusta, seboso, pasa la tarea completa —decía el Cretino 1.

—No olvides entregar nuestra monografía de geometría para el jueves. O sino, bodoque, pagas pato —amenazaba el Cretino 2 y se agarraba los huevos.

En los recreos me sentaba solo en las gradas del coliseo, comía mi refrigerio rápido y a la salida caminaba a casa sin ningún amigo. Me metía dentro de las galerías del centro comercial Arenales, en donde se reunían los otakus y frikis de la ciudad. Paseaba por las tiendas buscando series completas de anime, revistas de manga, posters donde aparecían esas niñas de ojos grandes que me hacían recordar a María Gracia. Volvía a casa con paquetes de discos, me encerraba en mi cuarto y miraba maratones de dibujos hasta quedarme dormido, a la espera de que ella apareciera en mis sueños.

En mis recorridos por Arenales, también observaba a las chicas haciendo cosplay que atendían en las tiendas y cafetines. Algunas vestían trajes oscuros de maids, delantales con encajes y portaligas; otras, llevaban yukatas apretadas, orejas de gatitos y faldas pomposas que intentaban ser kawaii. Volanteaban y ofrecían descuentos con voces chillonas y una suavidad fingida. Ninguna se acercaba a la delicadeza de ella. Llevaban pelucas de todos los colores, como guerreras mágicas de anime, pero no podían igualar esos mechones dorados, ni la sonrisa cristalina. Aunque sabía que eran insuficientes, al llegar a casa, me encerraba en mi cuarto y usaba los fragmentos de carnes y pieles descubiertas de estas muchachas para moldearlas en mi mente. Trataba de armar en mi cabeza una versión mejorada de todas ellas, mezclada con mis recuerdos de María Gracia. Un pedazo de sus piernas turgentes, un fragmento de escote, un lunar encima de unos labios húmedos, un tatuaje de una estrella en el hombro y otro con un kanji mal escrito sobre una espalda desnuda. Tomaba todas esas partes y componía un nuevo cuerpo con el rostro dulce e inocente que seguía apareciendo en mis noches. Me quedaba dormido en la oscuridad tratando de ordenar esas imágenes.

 

 

***

Desde que me mudé a Lima, busco volver a estar con ella. En una de nuestras extensas llamadas nocturnas, le cuento que iremos de viaje de promoción a Bolivia y que pasaremos unos días por Santa Cruz. Luego de muchos mails y mensajes de texto, nos encontramos de nuevo en una heladería de Equipetrol. La he visto antes en fotos digitales que me ha pasado en los últimos años, pero ahora la imagen que tengo al frente es una versión amplificada de su belleza. Se la presento a mis patas del colegio, todos se caen bien, me cochinean como hacen siempre los amigos en esas situaciones, pero luego comprenden que deben dejarnos solos y se van a pasear. María Gracia y yo caminamos por la ciudad que había sido nuestra, llegamos hasta el Cristo Blanco. Nos tomamos de la mano y nos besamos. El tiempo se detiene como en un anime romántico. Nos abrazamos con fuerza y aparece un fulgor en el cielo tropical. La noche retrocede, las luces también se extinguen y brota en el horizonte un atardecer solo para nosotros. Ese paisaje nos rodea durante varios minutos mientras rozo con mis dedos sus mejillas, sus mechones ensortijados, y busco de nuevo su boca.

Al volver al Perú le digo a mis padres que quiero estudiar la universidad en Santa Cruz. Ellos están de acuerdo, porque a mi padre le han ofrecido encargarse de una nueva fábrica de su compañía en Cochabamba, en el centro de Bolivia. “Estaremos cerca, hijo”. Me dice que ya estoy grande, que puedo vivir solo y rentar algo cerca de la universidad, “además, tienes buenos amigos allá”. Todo se acomoda: al cumplir dieciocho años ya estoy de vuelta en Santa Cruz y María Gracia está de vuelta en mi vida.

 

 

***

Ni bien termino de estudiar en ese colegio limeño horroroso, ingreso a Ingeniería de Sistemas. No me apasiona esa carrera universitaria, pero siento que estar metido entre computadoras es mejor que soportar a gente que detesto. Tampoco hago amigos en la universidad. Mi único contacto humano sigue siendo las galerías de Arenales. Los vendedores de anime ya conocen mis gustos, mi afición por la cursilería y las historias exageradamente trágicas. En una de esas incursiones, llega a mis manos una película de Makoto Shinkai, 5 centímetros por segundo, o, como dice el subtítulo en la carátula: “Una serie de historias sobre la distancia”. Trata sobre dos amigos de colegio, cómplices de infancia, que se separan e intentan mantener su vínculo a lo largo de la adolescencia. Hay una escena en la que, luego de mucho esfuerzo, el protagonista Takaki logra reunirse con su amiga Akari en una lejana estación de tren. En medio de una tormenta de nieve, pasan la noche juntos y se besan. Al darse cuenta de lo real de su amor, Takaki es envuelto por una gran tristeza. Sabe que, cuando vuelvan a casa, los espera “una larga vida solos por delante”.

Miro la película una y otra vez en mi computadora. En la escena inicial, el protagonista explica que cinco centímetros por segundo es la velocidad que tarda un pétalo de cerezo en tocar el suelo, luego de desprenderse de la rama. Dice eso porque, de niños, Takaki y Akari miraban los árboles de cerezo. Un pétalo que cae y se balancea con el viento es una metáfora sobre la lentitud de la vida, pero también una imagen de los distintos rumbos del destino. ¿Cuál es la distancia que me separa de ella? Por esos días, descubro el Google Maps y calculo que estoy a más de dos mil seiscientos kilómetros de Santa Cruz. A cuarenta horas en automóvil, o a una caminata de veintitrés días. Para llegar donde María Gracia debía moverme a una velocidad de 1,333 centímetros por segundo.

 

 

***

En Santa Cruz llego a tener una vida feliz. Estudio Comunicación Audiovisual y me dedico a escribir guiones para la televisión. María Gracia estudia Artes y también se enfoca en su carrera de cantante. Todas las tardes la paso a buscar a su facultad y caminamos hasta mi departamento, vemos películas, escucho sus nuevas canciones, le leo el borrador del guion de mi primer largometraje sobre la caída de un ovni en la selva, conversamos acostados hasta que la noche nos cubre entre sueños. Cuando acabo la carrera, mi padre me regala una camioneta con la que empezamos a viajar por la región, vamos al Chapare, a la Chiquitanía, a Vallegrande, en donde asesinaron al Che. En un momento de la ruta, recordamos esa vez que me fue a buscar a mi casa y tocó el timbre. Me dice que en ese momento se dio cuenta de que no quería perderme. Yo tampoco, le digo, yo tampoco, María Gracia. Nos miramos, entrelazamos las manos y seguimos avanzando juntos por la carretera. Somos felices y sabemos que lo seguiremos siendo por mucho tiempo más. Ahí se supone que terminan las historias; al menos, ahí es donde me gustaría que termine esta.

 

 

***

Pero no termina ahí, porque yo sigo siendo ese chiquillo que nunca abrió la puerta. El sueño sigue apareciendo y no cambia. Los días se me van en esos trabajos tristes de ingenieros tristes, arrinconado en una esquina, en una oficina con gente sin rostro, ordenando números, organizando bases de datos, diseñando programas, sin hablar nunca con nadie. Mi único escape son mis visitas a Arenales para buscar nuevos animes. Ya no solo me atiborro de dramas juveniles, un proveedor me hizo conocer a Satoshi Kon y sus tramas torcidas de un Tokio cada vez más enfermo. Perfect Blue, Millennium Actress y Paranoia Agent se suman a mi lista de favoritos, y me exponen a los engranajes subterráneos de una sociedad pútrida. Sus secuencias hiperrealistas son una síntesis de la violencia callejera, la farsa televisiva y los rincones más oscuros de Internet, con acosadores y pervertidos. Te golpean tanto esas imágenes que terminas desangrado o apaleado como una mujerzuela, o un vagabundo bañado en vómito y orines.

En mis regresos a pie, luego de abastecerme de anime, paso por esas esquinas en Risso y la Av. Arequipa que están tomadas por prostitutas. Es imposible no fijarse en esos cuerpos. Las veo corriendo de la Policía, o jaloneadas por un caficho fornido que guarda un fierro en su entrepierna. A veces, quizás conscientes del público objetivo que rodea su zona de trabajo, también veo a putas disfrazadas, haciendo cosplay de enfermeras, diablitas y caperucitas. Una que otra, en medio de los bocinazos e insultos, trata de sumar algunos puntos de ternura con unas orejas de gatita, con un moño rosado que se pierde entre sus extensiones de cabellera falsa.

Durante esos días cada vez más solitarios, en la empresa en donde trabajo se diseña un programa de reconocimiento facial para los sistemas de video vigilancia. El software permite escanear el rostro de una persona (en video o foto) y compararla con una base de datos. En mis ratos libres, pirateo el código base y creo una plataforma digital para construir a “la chica anime de tus sueños”. Utilizo como insumo una biblioteca de miles de personajes de series y películas de animación japonesa. Puedes elegir el color y tamaño de los ojos, la forma de las orejas y boca, el tamaño de los labios, caderas y busto, el color y diseño de cabellera de tu preferencia. Este programa, que bautizo como MakeMoeGirls, me entretiene durante varias semanas, mientras trato de perfeccionar una versión anime de María Gracia. Agarro fotogramas y píxeles de series que vi en mis años en Bolivia, hasta que obtengo en la computadora una muñequita idéntica a ella.

A veces, busco a María Gracia en el Facebook para comparar mi creación con la versión actual. Entro a su perfil, pero no la agrego. Miro sus fotos cantando, en sus viajes con su novio (un peloterito cualquiera), en sus salidas con los amigos que alguna vez fueron míos. Agarro esos retazos, los pongo al lado del diseño perfecto en dos dimensiones y me decepciono. Corroboro su envejecimiento y deterioro. Me parece falsa en sus fiestas del trabajo, en sus shows musicales, en sus sesiones de foto. Ya no es la muñequita de sonrisa traviesa y moño. Su pelo ahora es azabache, teñido, plástico, burdo. Sigo revisando sus fotos, en cada imagen veo cómo se desfiguran mis recuerdos. Encuentro la portada de su primer álbum como solista: aparece con el rostro serio, adulto, una farsante, una impostora. En la foto trasera del disco, ella sale de espaldas, con los hombros desnudos, un tatuaje tribal cubre su piel marchita. Me da asco y recuerdo esa vez que sentí algo parecido hacia ella. Esa misma pulsión.

Ocurrió una mañana que nos tocaba clase de Educación Física. Mientras todos hacemos deporte en el coliseo del colegio, María Gracia se ha quedado a un costado de la cancha, sentada en la parte baja de las gradas. Dice que está resfriada, pero sabemos que es una excusa para ocultar que le ha llegado su periodo. Otras chicas ya habían utilizado esa estrategia. Y, luego, quedaban marcadas, manchadas como esas toallas que empezaban a utilizar debajo de sus calzones. Todas esas chicas del curso que alguna vez vimos excusarse de Educación Física dejaban de ser las mismas.

—Cuando les llega la regla, se vuelven antipáticas —dice el Pelotero 1 y lanza un pase.

—Se vuelven histéricas y amargadas. Oíme,               , ya verás a lo que me refiero —dice el Pelotero 2 y mira hacia las gradas con una risita.

No les respondo nada, pero no quiero que eso le ocurra a María Gracia. El balón llega a mis pies. Estoy tan distraído que disparo chueco y la pelota vuela hasta las graderías.

—Vos, la resfriada, pasanos la bola.

María Gracia se levanta con desgano y mete un patadón desde su sitio.

—Andaaa, payaso.

La pelota le cae en la panza al Pelotero 1. Se soba de forma exagerada. Reímos dentro del círculo.

—Ay, ay… Me heriste.

—Sobaaate bien. ¿Ya ves que anda de histérica?

—Ten cuidado —digo fuerte para que me escuche—. No te vaya a contagiar su menstruación.

Todo queda en silencio.

Se oyen risas y después ella sale corriendo del coliseo. Tira la puerta de metal.

—¡Qué buena! Te pasaste de pendejo,               .

—Qué pendejazo,               .

Todos los peloteros del curso, como nunca, me empiezan a palmotear en señal de aprobación.

María Gracia dejó de hablarme por un tiempo. Era verdad lo que decían sobre los estados de ánimo de las chicas durante su regla. Me esquivaba en los pasillos, decía que estaba ocupada como para ver dibujos o jugar Pokémon. Me daba arcadas solo pensar que podía ser tan mentirosa conmigo, yo que había sido su cómplice por tanto tiempo. Eso ocurrió semanas antes de que papá nos avisara que nos íbamos de Santa Cruz. Ahora que sigo revisando su perfil en redes, me topo con sus canciones y videos en vivo. Ya no hay el tono dulce y alegre que acompañaba los openings y endings que escuchábamos de niños, sino un lamento profundo, demasiado adulto. Su imagen actual ya no es la de una Sailor Scout que lucha por el amor y la justicia. Comparo sus fotos actuales con las imágenes del pasado y solo me aparece un ser deforme, un monstruo que se cae a pedazos y se desparrama sobre el molde de mis recuerdos. Pero, en esos despojos, sigue siendo ella. Aún quedan vestigios de su encanto.

Hago un intento más por recomponer a esa niña. Ahora aparece otra escena, años atrás, en ese festival que hizo la colonia japonesa en Santa Cruz, un matsuri de verano en donde ella se vistió con una yukata de algodón y se puso a cantar en el concurso de karaoke la melodía de Evangelion:

 

Zankoku na tenshi no youni

shounen yo shinwa ni nare

aoi kaze ga ima

mune no doa wo tataite mo

watashi dake wo tada mitsumete

hohoende’ru anata.

 

Nos reímos porque su voz apacible, ya más entrenada por tantas repeticiones, a los jueces no les suena como el opening de un anime de robots, sino como un canto “tradicional y solemne para recibir el cambio de estación”. La premian y su foto sale en Los Tiempos de Okinawa, el periódico que editaba la colonia japonesa. Recuerdo todo eso mientras sigo viendo más películas de animación, en donde los sueños se destruyen y los amores fracasan. A veces es la distancia; otras veces los separa la edad, el tiempo, la naturaleza. Siempre se terminan formando líneas tangentes.

En mi televisor se reproduce Voces de una estrella distante, otra recomendación de mi dealer otaku. La historia trata de dos colegiales, Noboru y Mikako, amigos desde la infancia que, durante sus paseos en bicicleta bajo la lluvia, planean estudiar juntos en la escuela superior. Sus proyectos se truncan por el estallido de una guerra interplanetaria. Es el 2047 y unos invasores extraterrestres amenazan a la Tierra. Mikako es seleccionada para pilotar uno de los robots que les darán caza a los enemigos por el sistema solar. Desde el espacio, Mikako le sigue enviando mensajes de celular a su amigo. Noboru responde desde un planeta cada vez más vacío. Conforme la misión continúa avanzando por las estrellas, los mensajes de ella demoran más tiempo en llegar. Primero, pasan unos días, unas semanas, un mes. Luego, seis meses. Un año. En un punto, la flota de robots defensores hace un salto a la velocidad de la luz y cualquier mensaje que Mikako le envíe a Noboru, demora 8,6 años en llegar a la Tierra. El silencio cubre su relación. “Solo hemos estado pensando el uno en el otro desde la escuela, pero ocho años a la velocidad de la luz es una eternidad”, reflexiona el joven. “Me he trazado una meta: seré más frío, duro y fuerte. No puedo seguir pegado a una puerta que sé que no se abrirá”. En el espacio, Mikako sigue pilotando la máquina, cercena extraterrestres y mira su celular cada tanto. En los minutos finales, cuando ya sabemos que ella morirá despedazada en una batalla, llega al celular de Noboru un mensaje, enviado 8,6 años atrás. Ella le cuenta que ahí arriba no pasa nada, que en su viaje por las estrellas solo se le vienen recuerdos con él. Nada de lo que ve en el espacio es como una nube de verano, o la brisa de otoño en la escuela, o el sonido de las gotas golpeando su paraguas, o la tierra suave en la primavera. Las voces de ambos se entrecruzan mientras vemos una secuencia de imágenes de la naturaleza. “Querido Noboru”, dice ella. “Querida Mikako”, dice él. “Yo siempre — su voz se funde a dúo— he querido sentir estas cosas contigo”. La película termina. En la oscuridad, pienso que 8,6 años es mucho menos tiempo del que llevo lejos de María Gracia.

 

 

***

Una noche me levanto luego de soñar con ella. Con esa versión del pasado que atesoro y no puedo olvidar. Recuerdo una frase que Takaki dice casi al final de 5 centímetros por segundo: “La tristeza se va acumulando dentro si solo vives para ti mismo”. Decido escribirle a María Gracia. Solo una hora de distancia nos separa; después de todo, no es tan tarde.

Entro a Facebook, la he agregado hace unos días para poder acceder a más fotos de ella. Para escarbar su pasado y entender en qué punto dejó de ser esa niña a la que ahora busco recuperar. Estoy por mandarle un mensaje, pero, entonces, recuerdo cómo termina esa reflexión en la película: “Ni mil mensajes nos podrían poner más cerca ahora”. Quizás, debería aceptar las leyes de la geometría: una vez que una línea recta toca la curva, nunca más vuelven a chocar. Porque si le escribiese ahora, ella seguro me saludaría solo por compromiso. Me contaría un resumen superficial de lo que fue su vida en los últimos veinte años que dejamos de hablarnos. Yo haría lo mismo. Incluso puedo inventarme que tengo un viaje de trabajo a Santa Cruz y que sería muy lindo volver a vernos. Seguro que sí, me diría. Pero la complicidad ya no existe. La cercanía que tuvimos se perdió.

Tal vez, solo queda entender que ya no es posible. Dar vuelta a la página. Dejarla ir…

No.

Decido insistir. O, mejor aún, encararla. Derribar esa puerta. Abrirla a la fuerza. Torcer el destino, acercar otra vez las líneas. Ser fuerte, frío y duro para obtener respuestas.

La veo conectada y le empiezo a escribir por el chat.

—Tal parece que te volviste una diva, que hasta me niegas el saludo.

—Hola. ¿Quién sos vos?

—¿Cómo, no te acuerdas de mí? Soy               .

—Ay,               . Chico nuevo, ni te reconocí. Andás bien subidito de peso en la foto de perfil.

Me dice que ay qué gusto de verte (falsa), que ahora anda metida en su música (impostora) y que ni tiempo de hablar en las redes tiene (mentirosa). Le pregunto que por qué canta con ese estilo tan oscuro, tan alejado de lo que le gustaba de chica.

—Ya estoy grandecita para los covers de anime. Estaba bien para pasar el rato.

—Pero eso no decía en tu carta, ahí me contabas que querías perfeccionar tu canto en japonés.

—¿Cuál carta? Ya ni me acuerdo.

—Aún la tengo por aquí. Hasta me pusiste un ranking de las canciones de anime que querías aprender antes de los 15 años.

—Andaaaa, vos sí te tomaste en serio lo del anime. Si hasta en la foto tenés la forma y cachetes de Yajirobe. ¿O es que hacés cosplay?

—…

—Anda,               , no te enojés que es una bromita.

—Qué pasa, ¿estás con tu periodo?

—…

—Sorry, María Gracia…yo…

—…

—Oye, también es broma… y qué te cuentas…

—Andaaate a la mierda, gordo seboso.

Y se desconecta.

Me quedo en blanco frente a la pantalla. Miro su foto de perfil y en esa versión de María Gracia adulta se superpone su rostro de niña, quebrado como un cristal, atravesado por un tajo de sangre. Mi corazón empieza a bombear fuerte, sudo, jadeo. Doy vueltas alrededor de mi habitación. Revuelvo el armario, saco unos trapos y los meto en mi mochila. Salgo a la calle, avanzo por la noche limeña, cae esa garúa ridícula que parece un aspersor de orines. Aparece otra imagen del rostro de María Gracia cercenado. Llego hasta Risso y observo a las putas. Busco una que todavía no esté tan trajinada. Dentro del hotel le pido que se vista con el traje de marinerita, de Sailor Scout, que tengo en mi mochila. Que se ponga el moño y la falda de muñequita.

—Eso es otro precio, papi. El doble, mínimo.

Le tiro un fajo de billetes sobre la colcha mugrosa. Saco de mi mochila una careta de Pikachu y cubro mi rostro con su sonrisa de corrospum.

—Tú sí que eres pervertido, mi rey.

Ya disfrazada se tira sobre la cama. Me muestra sus tetas, las sobajea. Luego se toca el sexo, me llama con sus uñas puntiagudas. Le digo que no, que no quiero eso. Le digo que quiero que cante, que cante fuerte. Ella suelta un tarareo desafinado, pero no es suficiente. Canta, le digo, canta, canta, canta. Se pone de pie, ya no finge deseo, ahora tiene una mueca de temor, o quizás solo asco ante mi rostro deforme.

—Te he dicho que cantes, carajo. Canta, puta de mierda, canta más fuerte, canta, ¡cantaaa!

Al oír mis gritos, manotazos se escuchan desde el otro lado de la puerta. Entran dos tipos fornidos, me arrastran por el pasillo y me sacan del hotel. Me tiran al piso y empiezan las patadas y puñetes. Se cae la careta de Pikachu y siento en mi rostro la vereda fría, húmeda por la garúa y los orines de los borrachos. Esa superficie resbalosa entumece un poco el dolor. Después de un rato me levanto, magullado, sin billetera ni celular, con el sabor a sangre en la boca. Camino hasta mi casa y entro a mi cuarto oscuro.

Abro los ojos.

Prendo la computadora e intento buscar el perfil de María Gracia en Facebook.

No puede ver el contenido de este usuario.

Intento otra vez.

No puede ver el contenido de este usuario.

Una vez más.

No puede ver el contenido de este usuario.

Ya no existen más oportunidades.

 

 

***

Cada noche, solo me queda volver a ese momento. A ese punto en que todavía nuestras líneas se tocan. En las que aún no nos hemos convertido en el par de extraños que hoy somos y seguiremos siendo.

Suena el timbre de mi casa. A veces, la hago pasar a la sala y nos abrazamos ahí dentro. En otras, la invito a mi cuarto y me ayuda a empacar mis últimas cosas. Le regalo el cartucho del Pokémon Stadium y ella lo abraza como si fuera un peluche. Otras veces, no somos niños, sino adolescentes, y nos desnudamos con nerviosismo y exploramos nuestros cuerpos calientes sobre la cama. En otras, yo ya tengo la camioneta y le digo que nos vayamos de ahí, que escapemos hacia la carretera y avancemos sin rumbo juntos, de la mano.

Siempre vuelvo al mismo punto. Ese es el inicio de todo. De todo lo que pudo ser, de lo que pude haber vivido a su lado. Ella toca el timbre, la observo a través de la mirilla y, esta vez, la puerta se abre.



[1] Publicado por primera vez en Contra toda autoridad, excepto… (2024). Arequipa: Aletheya, pp. 37-54.

[2] Jorge Malpartida Tabuchi (Arequipa, 1990) Es periodista, escritor y docente universitario. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UNSA, y con una maestría en Escritura Creativa por la PUCP. Fue reportero y editor en La República, Sin Fronteras y El Comercio (Lima). Autor del libro de cuentos Contra toda autoridad, excepto… (Aletheya, 2024), y Patato: el goleador humilde que miraba al frente (2018), una crónica sobre Eduardo Márquez, el ídolo del FBC Melgar. Fue incluido en la antología de ciencia ficción iberoamericana Otras formas de ser humano (Compañía Naviera Ilimitada, Argentina, 2024). En el 2023 fue uno de los ganadores del Premio OEI de Cuentos de Ciencia y Tecnología, impulsado por la Organización de Estados Iberoamericanos. En el 2024 obtuvo el primer puesto en Cuento en los IV Juegos Florales Nacionales de la Universidad Nacional de Trujillo, en la categoría Docentes. Como autor ha participado en ferias del libro y eventos culturales, como la FIL Lima y el Hay Festival. Enseña periodismo y redacción en la UNSA y la Universidad La Salle. Es creador y conductor del podcast de literatura Lector Beta.

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