REALISMO PARA MILENIALS
[Entrevista
a Jorge Malpartida Tabuchi[1]
sobre su libro Contra toda autoridad,
excepto…]
Por Edward
Álvarez Yucra
¿Te
parece que tu libro está dirigido a un público juvenil? ¿Tal vez entre
adolescentes y jóvenes menores de veinticinco años?
Al momento de
escribir estos cuentos, aparecían en mi cabeza los posibles lectores que
tendrían estas historias. Eran muchos y variados, un poco como las temáticas
que tocan las historias. Están, por ejemplo, los treintones como yo que
crecieron con ciertos referentes culturales de inicios del siglo XXI y que,
además, comparten conmigo cierta desazón política y espiritual, producto del
contexto en el que crecimos durante el cambio de milenio. Sin embargo, también
tuve en mente a los jóvenes de esta generación, a los que quizás no tengan una
conexión tan directa con los materiales pop que utilizo, pero que comparten una
sensibilidad y una carga emotiva conmigo. Quizás, a los más jóvenes que se han
acercado a las presentaciones del libro, o a algunos de mis alumnos que se han
interesado por mi obra, los animes que menciono o las canciones punks que
referencio en mis textos les parecerán vejestorios. Pese a ello, llegan a
conectar de forma genuina con la rabia, el frikismo
y la melancolía de estas ficciones.
Antes
del primer cuento, hay dos epígrafes. Una es del poeta Luzgardo Medina y me da
la impresión de que te sirve para confesar una inclinación por el realismo
urbano. ¿Estoy en lo cierto?
No es tanto una
confesión. Es cierto que en mis cuentos hay un componente realista y, en
algunos casos, periodístico o documental. Y es cierto que bebo de una tradición
narrativa peruana del siglo XX, como Vargas Llosa ―en modo «Los cachorros»―,
Augusto Higa ―en modo «Que te coma el tigre»― y Oswaldo Reynoso ―en modo «Los
inocentes»―; sin embargo, también tengo la intención de desmarcarme de esta
tradición, estirar los márgenes del realismo urbano y explorar otros
territorios. No por nada, algunos de mis materiales de escritura son la
fenomenología ovni, las creencias paranormales, los mundos fantásticos del
anime y los submundos de Internet. El
epígrafe de Luzgardo Medina al que haces mención, extraído de «El poema más feo
del mundo» dice:
Una gran ciudad es un gran
desierto
En donde viven con
parsimonia cierta clase de astrólogos
Y una infinita cantidad de
seres sin estrella
Esto versos, más
bien, son un reconocimiento de la otra tradición que me envuelve: la poesía, y,
para ser más preciso, la poesía arequipeña ―¿qué es lo que dicen? ¿Arequipa,
tierra de cebollas, abogados y poetas?―. Yo no cultivo la poesía, ni la
estudio, pero si la leo con atención y puedo encontrar en ella ciertos
dispositivos creativos que la narrativa no tiene. Y, por último, en estos
versos de Medina, identifico la angustia y desesperanza de vivir en las
ciudades. Esta desazón es uno de los ejes de este libro: la desazón hacia
Arequipa, o hacia otros territorios vitales como Lima o Santa Cruz de la Sierra
(en Bolivia), o la desazón hacia los proyectos de vida que se truncan. Quienes
circulan en estas historias son seres sin estrella que buscan un rumbo y
usualmente no lo consiguen.
Háblame
de esos dispositivos creativos que la narrativa no tiene. Es interesante pensar
en que la poesía te pueda dar aliento para narrar; casi semejante al pintor que
escucha música para hacer un retrato.
Al menos, la poesía que más me gusta y
atrae es aquella que genera imágenes precisas con un par de palabras. Síntesis
y explosión. La precisión de una katana. Algo que a un narrador le demora un
párrafo, o una carilla, a un poeta ―uno
bueno― le toma dos versos. Yo no
puedo replicar eso en mi escritura, pero sí admirar a quiénes lo hacen bien y
ver qué puedo adaptar o deformar de esas técnicas. Y en cuánto lo de encontrar
aliento en otros materiales: sin duda, la música también es un dispositivo
creativo. A mi me encantaría sintetizar en un hit de tres minutos lo que me demora 20 páginas de un cuento, pero
tampoco puedo. Solo me queda extraer de alguna forma la carga emotiva de una
canción, transferirla a mi prosa, con mis limitaciones, y esperar que al lector
le den ganas de poguear, o de irse al
hoyo como cuando escucha una balada de José José.
En
vista de que tus protagonistas, o por lo menos la mayor parte, son jóvenes
escolares, estudiantes ―o egresados― universitarios y trabajadores de corta
trayectoria; y en vista de que el título anuncia la rebeldía como una suerte de
motivo central que alberga los seis cuentos, quisiera que me expliques: ¿de qué
forma se manifiesta la rebeldía en tus relatos? ¿Está presente en todos? ¿O
acaso es solo el motivo del último cuento, donde hay una clara percepción de
este ímpetu?
Solemos
relacionar la rebeldía a un sujeto heroico, político, activista, viril, que
enfrenta los grandes acontecimientos de la Historia. Pero yo parto de la idea
de que también nos rebelamos en los actos más pequeños y cotidianos. Mis
personajes intentan eso, se rebelan a alguna especie de autoridad: el paso del
tiempo, la familia, la imagen idealizada de la mujer, el trabajo, la escena cultural/musical,
o los propios sueños que nunca podremos cumplir. Intentan cambiar su destino,
pero los frena algo, alguien o ellos mismos. Aun así, lo intentan. Me atrae
este tipo de rebeldía: la del chico que resiste al ruido de la combi con sus
audífonos, donde suena algún opening
de anime, un hit de Olivia Rodrigo o
el nuevo single de 380. O el muchacho
que se rebela con su polo estampado de Mi
vecino Totoro o Mulamuerta, y
prefiere la ternura, decide no ser un patán y va en contra del deber ser
masculino, por ejemplo. Eso también es rebeldía. Incluso, más significativa que
la de esos sindicalistas que lanzan arengas vacías de justicia social en la
plaza España, y luego les pegan a sus hijos, o manosean a su practicante o
estafan a sus vecinos con unos lotes.
¿Y
no te parece que esa rebeldía contemporánea ha sido muy homologada al rótulo de
«generación de cristal»? ¿Hasta qué punto usar los audífonos y mostrar ternura
dejan de ser un acto de amaneramiento y capricho?
No creo que esta rebeldía cotidiana sea
solo algo de estos tiempos. Siempre ha existido esta resistencia a baja escala.
Está en la naturaleza y en nuestra mitología. Y hasta en las peores guerras no
es necesario ser un sádico para vencer. Me pongo a pensar en una saga como El señor de los anillos: al final, la
salvación del mundo viene de la mano de un grupo de hobbits, amables y
valientes, con debilidades, pero también con una fuerza de voluntad
inquebrantable. No sé si ser más sensible y no querer repetir la violencia
cíclica que hemos heredado, lo convierte a uno de cristal. Ese es un rótulo que
busca denigrar a una juventud que no quiere aceptar que la crueldad es la única
opción de progreso. Y también creo que la ternura sí puede ser un acto de
rebeldía. Sobre todo en una sociedad tan violenta. Que un padre abrace más a su
hijo, o le acaricie los cabellos por las noches, cuando más lo necesita, en vez
de golpearlo para “corregirlo”, o imponerle un estilo de vida “para que no se
desvíe”, es mucho más transformador.
«31.10.2005»
y «La tesis del ángel cruel» tienen de base las narrativas del anime. En cierta
forma, no me sorprende porque se podría decir que mucho de la cultura pop de
nuestro siglo ha creado nuevas mitologías para las generaciones actuales. Desde
tu experiencia con este tipo de mitologías audiovisuales, ¿qué sientes que las
distingue de otro tipo de influencia? ¿Por qué el anime en lugar del cine
clásico u otro tipo de arte audiovisual?
El anime es un
síntoma de la globalización, y también una propuesta cultural industrializada
que parte desde Tokio para conectar con otras comunidades. No importa que nos
separe el idioma, nos permite soñar con otros mundos ―mágicos, espaciales,
digitales, épicos―, y nos acerca a una estética visual diferente a la
occidental, un humor más desfachatado y una mirada sobre las relaciones sociales
más compasiva y menos dependiente. Claro que en el anime no solo hay mundos
idealizados y pacíficos: hay espacio para la violencia y degradación, más aún
dentro de una sociedad tan consumista como la japonesa. Yo he tratado de aprovechar todas esas
aristas, las luminosas y las oscuras, para introducirlas en mi narrativa. ¿Por
qué usar el anime? En primer lugar, porque son materiales que he consumido con
mucha afición y que genuinamente me sirvieron para construir los escenarios y
personajes de este proyecto creativo. Escribí sobre otakus porque estas ficciones requerían la atmósfera
melancólica/violenta de esa subcultura, no porque quería dármelas de pop o de
culturoso friki. Incluso, en mi caso, al ser nikkei, nieto de
migrantes japoneses, encuentro alguna conexión espiritual y vital ―claro que deformada
y lejana― con estos materiales. Debo decir que también consumo cine ―clásico
también― y series ―clásicas también―, y estos materiales aparecen en mis
cuentos. Por ejemplo, en las historias adolescentes se hace referencia a series
gringas tipo Dawson’s Creek o The O.C., o en el cuento de ovnis cito a
Los Expedientes Secretos X, o en
«Lechuceros», menciono a películas como Bringing
out the dead, de Scorsese y Nightcrawler,
de Dan Gilroy. Y en el cuento punk que cierra el libro, están apelmazadas
decenas de retazos de películas y documentales referidos al rock y la
adolescencia, que demorará un buen rato mencionarlos.
Sí,
noté la atmósfera violenta y melancólica en «La tesis del ángel cruel», pero,
en parte, me deja un aire de crítica a quiénes no dejan ir el pasado y llegan a
la degradación máxima en este siglo, donde muchos se consuelan huyendo a través
de las pantallas, sea por las redes sociales, los videojuegos, las películas o,
en este caso, los animes. Pareciera mostrar lo que pasa cuando te encierras en
la ensoñación y olvidas los desperfectos del mundo real.
En ese cuento,
dentro de una trama de amor adolescente, inyecto esta angustia tan
contemporánea de vivir atrapado por las expectativas que nos impone nuestro acelerado
presente. Expectativas que nosotros mismos también alimentamos sin ninguna base
de realidad, y que después anestesiamos con todos los estímulos digitales y de
consumo que ahora tenemos. Una gratificación inmediata para no enfrentar lo
dañados que estamos. A veces, terminamos atrapados en una carrera por conseguir
una felicidad inalcanzable, cuando muy bien podríamos pasarla bien y hasta
quedar satisfechos con la mundana insuficiencia.
«Cacería
extraterrestre al pie del volcán» y «Lechuceros» tienen una dosis, sospecho,
autobiográfica. Lo digo más que nada porque sus protagonistas son periodistas y
cuesta trabajo no relacionar sus historias con posibles experiencias que hayas
podido tener. ¿Cómo nacen estos relatos?
En verdad, hay
muy poco de autobiográfico en estos dos cuentos. Es cierto que soy periodista,
pero ahí terminan las coincidencias con mis personajes. Al escribir ficción yo
busco alejarme lo máximo posible de mi aburrida existencia. Es más, evito
utilizar materiales personales. Cuando escribo textos periodísticos, sí debo
ceñirme a la verdad de los hechos, pero en mis cuentos tengo carta libre para
deformar e imaginar. En este caso, he utilizado la subcultura del periodismo en
provincias como si fuera un contenido pop. En el cuento «Lechuceros», en donde
un equipo de reporteros de TV busca noticias sangrientas, utilizo historias que
colegas me han contado sobre sus incursiones nocturnas por la ciudad, o rescato
algunas noticias o desgracias que ya forman parte de la mitología oral de
Arequipa. Y en el caso de «Cacería extraterrestre
al pie del volcán», que trata de un reportero que llega a Arequipa para
escribir sobre avistamientos de ovnis, mientras lidia con la muerte de su
padre,
mezclo toda
la mitología alrededor de este tema paranormal en Arequipa: los casos
reportados por la FAP, archivos desclasificados del gobierno de EE.UU., el
programa de televisión “Matergia”, algo de Anthony Choy, los poemas de Alberto
Guillén o las crónicas de Ventura Travada y Córdova, que tergiverso y malinterpreto.
Acá también hay una parodia del propio oficio periodístico y su ecosistema de
trabajo. El único elemento, podemos decir, autobiográfico fue preguntarme qué
haría yo en un caso como el de mi protagonista. ¿Cómo lidiaría con la muerte de
un ser querido, alguien que está acostumbrado a creer en “la verdad de los
hechos”?
A
mi modo de ver, el periodismo es historia instantánea y la narrativa es
historia artificial. Entiendo por qué prefieres salir de lo biográfico y de esa
veracidad que exigen los diarios o periódicos. No así, también logras retratar
cierta realidad milenial y ciertas
subculturas del ambiente posmoderno. Quizá suene cómico, pero lo digo con
seriedad, parece un realismo milenial.
Me gusta ese término de realismo milenial: creo que le da el matiz que
esperaba que tuviera mi narrativa para que no la encajonen en esa gran bolsa
denominada “realismo urbano”. Aunque
sabrás que, como en un verso de Chanove, también me genera una sonrisa torcida [risas].
Tampoco me gustaría una etiqueta para mi narrativa. En estos cuentos mi
intención fue explorar un registro que, por cuestiones éticas, el periodismo no
me permite: la imaginación. He querido inventar y deformar todas esas vidas que
me gustaría que existiesen en estos territorios posmodernos. Y, además, darle
una estética literaria a materiales y subculturas que para mí son valiosas y
merecen estar reflejadas en nuestras ficciones.
Algo
que me parece curioso en «Nada serio» y «La verdadera leyenda de Percy Pari» es
que ambas dan cuenta de la desazón y la euforia de los adolescentes frente a
situaciones específicas. En el primero por un amor frustrado y en el segundo
por la música punk. Sin embargo, no dejan de ser la expresión de una rebeldía
aún sin causa clara, que tal vez espera domarse mejor para encontrar algo más
que resultados pasionales. ¿Te parece que en eso consiste el trance hacia la
madurez? ¿Los personajes de estos relatos pasan por ese umbral necesario hacia
la vida adulta?
Una posibilidad
es esa: que experimenten la rebeldía, se enfrenten a una fuerza que los
sobrepasa o a alguna imposición social, y de esa manera crezcan y aprendan el
significado de ser adulto. También está la posibilidad de que ese arranque adolescente,
sin motivación clara, sea el único acto de rebeldía que tengan en toda su vida,
y de ahí se sumerjan en los mismos engranajes autoritarios que los incomodan y
que intentaron cambiar. Sí: el trance
hacia la adultez requiere cierta rebeldía, al menos por un día, pero también
ser adulto implica comprender que, a veces, el mundo no va a cambiar o que, al
menos, nosotros ―quizás otros sí― no tenemos esa capacidad de cambiarlo. Los personajes adultos de estos cuentos
reflejan un poco esa desesperanza, y tienen algo de esa indefensión de los
adolescentes: no han terminado de crecer y siguen sin rumbo, están un poco
condenados por sus decisiones o, en otros casos, por sus indecisiones. Está el
periodista que caza ovnis porque se quedó sin su padre, el camarógrafo viejo
que está anestesiado por la rutina del periodismo, o Percy Pari, el punk
verdadero y alcohólico, que sigue siendo un marginado pese a que es una leyenda
en la escena musical de su ciudad. Todos los personajes pasan por ese umbral
que mencionas, algunos superan el tránsito de mejor manera, intentan llevar
adelante sus proyectos de vida, y otros, al final, se desbarrancan y se
pierden.
El
último cuento cierra con la oración: «Arequipa, en verdad, era una buena mierda».
Y es curioso, pues bastantes narradores han criticado la ciudad desde distintos
ángulos, pero muchos de ellos vuelven a ella y hasta profesan cariño por sus
raíces. ¿Cómo definirías esta relación amor-odio con el territorio natal? Y en
lo personal, ¿cómo encuentras tu relación con Arequipa?
Sin duda en este libro hay una
manifestación de angustia y desazón hacia Arequipa. Arequipa como urbe que
constriñe y asfixia a sus habitantes, y Arequipa como espacio cargado de taras
como el racismo, discriminación, informalidad y ombliguismo. En el cuento «La verdadera
leyenda de Percy Pari» retrato esa insatisfacción y la maximizo ―y parodio
también [risas]― al citar canciones punks de bandas underground de Arequipa, que llevan décadas criticando a la ciudad
y a sus apáticos habitantes. Pero, pese a todo esto que te digo, Arequipa para
mí también es un espacio vital: la tierra donde crecí, donde aprendí mi oficio,
donde están mis padres y amigos, donde formé una familia, y es la tierra de
donde saco materia prima para mi escritura. Es más, estos cuentos se
escribieron mientras vivía fuera de Arequipa, así que hay también una intención
por recuperar y deformar ciertas memorias y espacios que debido a la distancia ―y
la pandemia― no tenía a la mano. No sé
si eso convierte mi relación con Arequipa en un vínculo de amor-odio, porque no
necesariamente estas historias reflejan un rechazo visceral a la ciudad. Y
porque estas lealtades que tengo con mis raíces tampoco me convierten en un
enamorado cantor de yaravíes y pampeñas. Podría decir que mi relación con
Arequipa está en un espectro lo suficientemente lejano y racional para evitar
caer en regionalismos y entusiasmos injustificados: en una distancia crítica,
contradictoria y conflictiva.
El
título me transmite cierta ironía y cierta matización. Lo primero porque
pareciera contradecirse adrede para anular la idea de una resistencia absoluta
frente a alguna autoridad. Y lo segundo porque siempre hay excepciones pese a
que no se consideren al lanzar una afirmación. Es decir, me dejan la idea de
que debemos resistirnos a todo, pero no realmente a todo. ¿Ante qué no debemos
resistirnos? ¿Qué autoridad no merece nuestra rebeldía?
La ironía es
evidente y necesaria, creo. Incluso, existe un meme punk rocker muy conocido que dice «contra toda autoridad, excepto mi
mamá». En estos cuentos hay una apuesta por la rebeldía y la resistencia desde
espacios mínimos y un poco nerds,
pero que sacan a relucir las limitaciones y contradicciones que tiene toda
iniciativa contracultural: siempre hay algo que nos bloquea, un obstáculo
aparece y regresamos al punto inicial. Este golpe de realidad no debe llevarnos
a la apatía o al conformismo: vamos a fallar, a ser revolcados por la ola, a
ser “derrotados por el sistema”, y de todos modos vale la pena meterse en ese pogo, tentar al menos un cambio por más
pequeñito que sea. Estos matices son necesarios porque la literatura, creo, no
es un espacio para dar respuestas sino para generar dudas y explorar entre las
contradicciones. ¿Ante qué no debemos rebelarnos? No creo que haya nada vedado,
pero tampoco creo que sea muy saludable andar de kamikaze por el mundo. Tener
más de treinta años y querer incendiar la pradera solo porque nos da la gana…
no sé si genera aplausos, insultos o una risita incómoda. Tampoco es que yo
tenga una verdad categórica al respecto. Si queremos, nos podemos rebelar
contra todo y contra todos, pero no sé si eso va a ser muy fructífero, ni
siquiera desde una perspectiva estética. Lo que sí puedo decir es que la literatura
es ese espacio de total libertad en el que podemos plasmar esa rebelión, y en
el que podemos resistir sin temor a salir tan magullados.
¿Tienes otros libros en preparación?
¿Después de este debut, qué viene?
Tengo un par de
proyectos de narrativa en proceso, tanto de ficción como de no ficción. Algunos
más avanzados que otros y espero poder cerrarlos el año que viene. En algunos
ya no es tan presente la vena pop, más bien hay una exploración hacia la
identidad cultural y lo que heredamos ―o desviamos― de nuestras familias. Me llama la atención que me denominen
“debutante” ―no es la primera vez que me dicen esto tras publicar los cuentos [risas]―, pese
a que ya había publicado un libro de crónica, y llevo al menos 14 años viviendo
de la escritura. Pero supongo que siempre se requiere el “bautizo” de la
Literatura [risas].
2 de diciembre del 2024
El narrador Jorge Malpartida
Tabuchi[2]
[1] Jorge Malpartida Tabuchi (Arequipa, 1990) Es periodista,
escritor y docente universitario. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por
la UNSA, y con una maestría en Escritura Creativa por la PUCP. Fue reportero y
editor en La República, Sin Fronteras y El Comercio (Lima). Autor del libro de cuentos Contra toda
autoridad, excepto… (Aletheya, 2024), y Patato: el goleador humilde que
miraba al frente (2018), una crónica sobre Eduardo Márquez, el ídolo del
FBC Melgar. Fue incluido en la antología de ciencia ficción iberoamericana Otras
formas de ser humano (Compañía Naviera Ilimitada, Argentina, 2024). En el
2023 fue uno de los ganadores del Premio OEI de Cuentos de Ciencia y
Tecnología, impulsado por la Organización de Estados Iberoamericanos. En el
2024 obtuvo el primer puesto en Cuento en los IV Juegos Florales Nacionales de
la Universidad Nacional de Trujillo, en la categoría Docentes. Como autor ha
participado en ferias del libro y eventos culturales, como la FIL Lima y el Hay
Festival. Enseña periodismo y redacción en la UNSA y la Universidad La Salle.
Es creador y conductor del podcast de literatura Lector
Beta.
Instagram: @jmalpartidat
[2] Fotografía tomada por Julio Angulo
Delgado.
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