sábado, 7 de diciembre de 2024

Jorge Malpartida Tabuchi. Realismo para milenials

 

REALISMO PARA MILENIALS

 

[Entrevista a Jorge Malpartida Tabuchi[1]
sobre su libro Contra toda autoridad, excepto…]

 

 

Por Edward Álvarez Yucra




 

 

¿Te parece que tu libro está dirigido a un público juvenil? ¿Tal vez entre adolescentes y jóvenes menores de veinticinco años?

 

Al momento de escribir estos cuentos, aparecían en mi cabeza los posibles lectores que tendrían estas historias. Eran muchos y variados, un poco como las temáticas que tocan las historias. Están, por ejemplo, los treintones como yo que crecieron con ciertos referentes culturales de inicios del siglo XXI y que, además, comparten conmigo cierta desazón política y espiritual, producto del contexto en el que crecimos durante el cambio de milenio. Sin embargo, también tuve en mente a los jóvenes de esta generación, a los que quizás no tengan una conexión tan directa con los materiales pop que utilizo, pero que comparten una sensibilidad y una carga emotiva conmigo. Quizás, a los más jóvenes que se han acercado a las presentaciones del libro, o a algunos de mis alumnos que se han interesado por mi obra, los animes que menciono o las canciones punks que referencio en mis textos les parecerán vejestorios. Pese a ello, llegan a conectar de forma genuina con la rabia, el frikismo y la melancolía de estas ficciones.

 

Antes del primer cuento, hay dos epígrafes. Una es del poeta Luzgardo Medina y me da la impresión de que te sirve para confesar una inclinación por el realismo urbano. ¿Estoy en lo cierto?

 

No es tanto una confesión. Es cierto que en mis cuentos hay un componente realista y, en algunos casos, periodístico o documental. Y es cierto que bebo de una tradición narrativa peruana del siglo XX, como Vargas Llosa ―en modo «Los cachorros»―, Augusto Higa ―en modo «Que te coma el tigre»― y Oswaldo Reynoso ―en modo «Los inocentes»―; sin embargo, también tengo la intención de desmarcarme de esta tradición, estirar los márgenes del realismo urbano y explorar otros territorios. No por nada, algunos de mis materiales de escritura son la fenomenología ovni, las creencias paranormales, los mundos fantásticos del anime y los submundos de Internet.  El epígrafe de Luzgardo Medina al que haces mención, extraído de «El poema más feo del mundo» dice:


Una gran ciudad es un gran desierto

En donde viven con parsimonia cierta clase de astrólogos

Y una infinita cantidad de seres sin estrella

 

Esto versos, más bien, son un reconocimiento de la otra tradición que me envuelve: la poesía, y, para ser más preciso, la poesía arequipeña ―¿qué es lo que dicen? ¿Arequipa, tierra de cebollas, abogados y poetas?―. Yo no cultivo la poesía, ni la estudio, pero si la leo con atención y puedo encontrar en ella ciertos dispositivos creativos que la narrativa no tiene. Y, por último, en estos versos de Medina, identifico la angustia y desesperanza de vivir en las ciudades. Esta desazón es uno de los ejes de este libro: la desazón hacia Arequipa, o hacia otros territorios vitales como Lima o Santa Cruz de la Sierra (en Bolivia), o la desazón hacia los proyectos de vida que se truncan. Quienes circulan en estas historias son seres sin estrella que buscan un rumbo y usualmente no lo consiguen.

 

Háblame de esos dispositivos creativos que la narrativa no tiene. Es interesante pensar en que la poesía te pueda dar aliento para narrar; casi semejante al pintor que escucha música para hacer un retrato.

 

Al menos, la poesía que más me gusta y atrae es aquella que genera imágenes precisas con un par de palabras. Síntesis y explosión. La precisión de una katana. Algo que a un narrador le demora un párrafo, o una carilla, a un poeta uno bueno le toma dos versos. Yo no puedo replicar eso en mi escritura, pero sí admirar a quiénes lo hacen bien y ver qué puedo adaptar o deformar de esas técnicas. Y en cuánto lo de encontrar aliento en otros materiales: sin duda, la música también es un dispositivo creativo. A mi me encantaría sintetizar en un hit de tres minutos lo que me demora 20 páginas de un cuento, pero tampoco puedo. Solo me queda extraer de alguna forma la carga emotiva de una canción, transferirla a mi prosa, con mis limitaciones, y esperar que al lector le den ganas de poguear, o de irse al hoyo como cuando escucha una balada de José José.

 

En vista de que tus protagonistas, o por lo menos la mayor parte, son jóvenes escolares, estudiantes ―o egresados― universitarios y trabajadores de corta trayectoria; y en vista de que el título anuncia la rebeldía como una suerte de motivo central que alberga los seis cuentos, quisiera que me expliques: ¿de qué forma se manifiesta la rebeldía en tus relatos? ¿Está presente en todos? ¿O acaso es solo el motivo del último cuento, donde hay una clara percepción de este ímpetu?

 

Solemos relacionar la rebeldía a un sujeto heroico, político, activista, viril, que enfrenta los grandes acontecimientos de la Historia. Pero yo parto de la idea de que también nos rebelamos en los actos más pequeños y cotidianos. Mis personajes intentan eso, se rebelan a alguna especie de autoridad: el paso del tiempo, la familia, la imagen idealizada de la mujer, el trabajo, la escena cultural/musical, o los propios sueños que nunca podremos cumplir. Intentan cambiar su destino, pero los frena algo, alguien o ellos mismos. Aun así, lo intentan. Me atrae este tipo de rebeldía: la del chico que resiste al ruido de la combi con sus audífonos, donde suena algún opening de anime, un hit de Olivia Rodrigo o el nuevo single de 380. O el muchacho que se rebela con su polo estampado de Mi vecino Totoro o Mulamuerta, y prefiere la ternura, decide no ser un patán y va en contra del deber ser masculino, por ejemplo. Eso también es rebeldía. Incluso, más significativa que la de esos sindicalistas que lanzan arengas vacías de justicia social en la plaza España, y luego les pegan a sus hijos, o manosean a su practicante o estafan a sus vecinos con unos lotes.

 

¿Y no te parece que esa rebeldía contemporánea ha sido muy homologada al rótulo de «generación de cristal»? ¿Hasta qué punto usar los audífonos y mostrar ternura dejan de ser un acto de amaneramiento y capricho?

 

No creo que esta rebeldía cotidiana sea solo algo de estos tiempos. Siempre ha existido esta resistencia a baja escala. Está en la naturaleza y en nuestra mitología. Y hasta en las peores guerras no es necesario ser un sádico para vencer. Me pongo a pensar en una saga como El señor de los anillos: al final, la salvación del mundo viene de la mano de un grupo de hobbits, amables y valientes, con debilidades, pero también con una fuerza de voluntad inquebrantable. No sé si ser más sensible y no querer repetir la violencia cíclica que hemos heredado, lo convierte a uno de cristal. Ese es un rótulo que busca denigrar a una juventud que no quiere aceptar que la crueldad es la única opción de progreso. Y también creo que la ternura sí puede ser un acto de rebeldía. Sobre todo en una sociedad tan violenta. Que un padre abrace más a su hijo, o le acaricie los cabellos por las noches, cuando más lo necesita, en vez de golpearlo para “corregirlo”, o imponerle un estilo de vida “para que no se desvíe”, es mucho más transformador.

 

«31.10.2005» y «La tesis del ángel cruel» tienen de base las narrativas del anime. En cierta forma, no me sorprende porque se podría decir que mucho de la cultura pop de nuestro siglo ha creado nuevas mitologías para las generaciones actuales. Desde tu experiencia con este tipo de mitologías audiovisuales, ¿qué sientes que las distingue de otro tipo de influencia? ¿Por qué el anime en lugar del cine clásico u otro tipo de arte audiovisual?

 

El anime es un síntoma de la globalización, y también una propuesta cultural industrializada que parte desde Tokio para conectar con otras comunidades. No importa que nos separe el idioma, nos permite soñar con otros mundos ―mágicos, espaciales, digitales, épicos―, y nos acerca a una estética visual diferente a la occidental, un humor más desfachatado y una mirada sobre las relaciones sociales más compasiva y menos dependiente. Claro que en el anime no solo hay mundos idealizados y pacíficos: hay espacio para la violencia y degradación, más aún dentro de una sociedad tan consumista como la japonesa.  Yo he tratado de aprovechar todas esas aristas, las luminosas y las oscuras, para introducirlas en mi narrativa. ¿Por qué usar el anime? En primer lugar, porque son materiales que he consumido con mucha afición y que genuinamente me sirvieron para construir los escenarios y personajes de este proyecto creativo. Escribí sobre otakus porque estas ficciones requerían la atmósfera melancólica/violenta de esa subcultura, no porque quería dármelas de pop o de culturoso friki.  Incluso, en mi caso, al ser nikkei, nieto de migrantes japoneses, encuentro alguna conexión espiritual y vital ―claro que deformada y lejana― con estos materiales. Debo decir que también consumo cine ―clásico también― y series ―clásicas también―, y estos materiales aparecen en mis cuentos. Por ejemplo, en las historias adolescentes se hace referencia a series gringas tipo Dawson’s Creek o The O.C., o en el cuento de ovnis cito a Los Expedientes Secretos X, o en «Lechuceros», menciono a películas como Bringing out the dead, de Scorsese y Nightcrawler, de Dan Gilroy. Y en el cuento punk que cierra el libro, están apelmazadas decenas de retazos de películas y documentales referidos al rock y la adolescencia, que demorará un buen rato mencionarlos.

 

Sí, noté la atmósfera violenta y melancólica en «La tesis del ángel cruel», pero, en parte, me deja un aire de crítica a quiénes no dejan ir el pasado y llegan a la degradación máxima en este siglo, donde muchos se consuelan huyendo a través de las pantallas, sea por las redes sociales, los videojuegos, las películas o, en este caso, los animes. Pareciera mostrar lo que pasa cuando te encierras en la ensoñación y olvidas los desperfectos del mundo real.

 

En ese cuento, dentro de una trama de amor adolescente, inyecto esta angustia tan contemporánea de vivir atrapado por las expectativas que nos impone nuestro acelerado presente. Expectativas que nosotros mismos también alimentamos sin ninguna base de realidad, y que después anestesiamos con todos los estímulos digitales y de consumo que ahora tenemos. Una gratificación inmediata para no enfrentar lo dañados que estamos. A veces, terminamos atrapados en una carrera por conseguir una felicidad inalcanzable, cuando muy bien podríamos pasarla bien y hasta quedar satisfechos con la mundana insuficiencia. 

 

«Cacería extraterrestre al pie del volcán» y «Lechuceros» tienen una dosis, sospecho, autobiográfica. Lo digo más que nada porque sus protagonistas son periodistas y cuesta trabajo no relacionar sus historias con posibles experiencias que hayas podido tener. ¿Cómo nacen estos relatos?

 

En verdad, hay muy poco de autobiográfico en estos dos cuentos. Es cierto que soy periodista, pero ahí terminan las coincidencias con mis personajes. Al escribir ficción yo busco alejarme lo máximo posible de mi aburrida existencia. Es más, evito utilizar materiales personales. Cuando escribo textos periodísticos, sí debo ceñirme a la verdad de los hechos, pero en mis cuentos tengo carta libre para deformar e imaginar. En este caso, he utilizado la subcultura del periodismo en provincias como si fuera un contenido pop. En el cuento «Lechuceros», en donde un equipo de reporteros de TV busca noticias sangrientas, utilizo historias que colegas me han contado sobre sus incursiones nocturnas por la ciudad, o rescato algunas noticias o desgracias que ya forman parte de la mitología oral de Arequipa.  Y en el caso de «Cacería extraterrestre al pie del volcán», que trata de un reportero que llega a Arequipa para escribir sobre avistamientos de ovnis, mientras lidia con la muerte de su padre, mezclo toda la mitología alrededor de este tema paranormal en Arequipa: los casos reportados por la FAP, archivos desclasificados del gobierno de EE.UU., el programa de televisión “Matergia”, algo de Anthony Choy, los poemas de Alberto Guillén o las crónicas de Ventura Travada y Córdova, que tergiverso y malinterpreto. Acá también hay una parodia del propio oficio periodístico y su ecosistema de trabajo. El único elemento, podemos decir, autobiográfico fue preguntarme qué haría yo en un caso como el de mi protagonista. ¿Cómo lidiaría con la muerte de un ser querido, alguien que está acostumbrado a creer en “la verdad de los hechos”?

 

A mi modo de ver, el periodismo es historia instantánea y la narrativa es historia artificial. Entiendo por qué prefieres salir de lo biográfico y de esa veracidad que exigen los diarios o periódicos. No así, también logras retratar cierta realidad milenial y ciertas subculturas del ambiente posmoderno. Quizá suene cómico, pero lo digo con seriedad, parece un realismo milenial.

 

Me gusta ese término de realismo milenial: creo que le da el matiz que esperaba que tuviera mi narrativa para que no la encajonen en esa gran bolsa denominada “realismo urbano”.  Aunque sabrás que, como en un verso de Chanove, también me genera una sonrisa torcida [risas]. Tampoco me gustaría una etiqueta para mi narrativa. En estos cuentos mi intención fue explorar un registro que, por cuestiones éticas, el periodismo no me permite: la imaginación. He querido inventar y deformar todas esas vidas que me gustaría que existiesen en estos territorios posmodernos. Y, además, darle una estética literaria a materiales y subculturas que para mí son valiosas y merecen estar reflejadas en nuestras ficciones.

 

Algo que me parece curioso en «Nada serio» y «La verdadera leyenda de Percy Pari» es que ambas dan cuenta de la desazón y la euforia de los adolescentes frente a situaciones específicas. En el primero por un amor frustrado y en el segundo por la música punk. Sin embargo, no dejan de ser la expresión de una rebeldía aún sin causa clara, que tal vez espera domarse mejor para encontrar algo más que resultados pasionales. ¿Te parece que en eso consiste el trance hacia la madurez? ¿Los personajes de estos relatos pasan por ese umbral necesario hacia la vida adulta?

 

Una posibilidad es esa: que experimenten la rebeldía, se enfrenten a una fuerza que los sobrepasa o a alguna imposición social, y de esa manera crezcan y aprendan el significado de ser adulto. También está la posibilidad de que ese arranque adolescente, sin motivación clara, sea el único acto de rebeldía que tengan en toda su vida, y de ahí se sumerjan en los mismos engranajes autoritarios que los incomodan y que intentaron cambiar.  Sí: el trance hacia la adultez requiere cierta rebeldía, al menos por un día, pero también ser adulto implica comprender que, a veces, el mundo no va a cambiar o que, al menos, nosotros ―quizás otros sí― no tenemos esa capacidad de cambiarlo.  Los personajes adultos de estos cuentos reflejan un poco esa desesperanza, y tienen algo de esa indefensión de los adolescentes: no han terminado de crecer y siguen sin rumbo, están un poco condenados por sus decisiones o, en otros casos, por sus indecisiones. Está el periodista que caza ovnis porque se quedó sin su padre, el camarógrafo viejo que está anestesiado por la rutina del periodismo, o Percy Pari, el punk verdadero y alcohólico, que sigue siendo un marginado pese a que es una leyenda en la escena musical de su ciudad. Todos los personajes pasan por ese umbral que mencionas, algunos superan el tránsito de mejor manera, intentan llevar adelante sus proyectos de vida, y otros, al final, se desbarrancan y se pierden.

 

El último cuento cierra con la oración: «Arequipa, en verdad, era una buena mierda». Y es curioso, pues bastantes narradores han criticado la ciudad desde distintos ángulos, pero muchos de ellos vuelven a ella y hasta profesan cariño por sus raíces. ¿Cómo definirías esta relación amor-odio con el territorio natal? Y en lo personal, ¿cómo encuentras tu relación con Arequipa?

 

Sin duda en este libro hay una manifestación de angustia y desazón hacia Arequipa. Arequipa como urbe que constriñe y asfixia a sus habitantes, y Arequipa como espacio cargado de taras como el racismo, discriminación, informalidad y ombliguismo. En el cuento «La verdadera leyenda de Percy Pari» retrato esa insatisfacción y la maximizo ―y parodio también [risas]― al citar canciones punks de bandas underground de Arequipa, que llevan décadas criticando a la ciudad y a sus apáticos habitantes. Pero, pese a todo esto que te digo, Arequipa para mí también es un espacio vital: la tierra donde crecí, donde aprendí mi oficio, donde están mis padres y amigos, donde formé una familia, y es la tierra de donde saco materia prima para mi escritura. Es más, estos cuentos se escribieron mientras vivía fuera de Arequipa, así que hay también una intención por recuperar y deformar ciertas memorias y espacios que debido a la distancia ―y la pandemia― no tenía a la mano.  No sé si eso convierte mi relación con Arequipa en un vínculo de amor-odio, porque no necesariamente estas historias reflejan un rechazo visceral a la ciudad. Y porque estas lealtades que tengo con mis raíces tampoco me convierten en un enamorado cantor de yaravíes y pampeñas. Podría decir que mi relación con Arequipa está en un espectro lo suficientemente lejano y racional para evitar caer en regionalismos y entusiasmos injustificados: en una distancia crítica, contradictoria y conflictiva.

 

El título me transmite cierta ironía y cierta matización. Lo primero porque pareciera contradecirse adrede para anular la idea de una resistencia absoluta frente a alguna autoridad. Y lo segundo porque siempre hay excepciones pese a que no se consideren al lanzar una afirmación. Es decir, me dejan la idea de que debemos resistirnos a todo, pero no realmente a todo. ¿Ante qué no debemos resistirnos? ¿Qué autoridad no merece nuestra rebeldía?

 

La ironía es evidente y necesaria, creo. Incluso, existe un meme punk rocker muy conocido que dice «contra toda autoridad, excepto mi mamá». En estos cuentos hay una apuesta por la rebeldía y la resistencia desde espacios mínimos y un poco nerds, pero que sacan a relucir las limitaciones y contradicciones que tiene toda iniciativa contracultural: siempre hay algo que nos bloquea, un obstáculo aparece y regresamos al punto inicial. Este golpe de realidad no debe llevarnos a la apatía o al conformismo: vamos a fallar, a ser revolcados por la ola, a ser “derrotados por el sistema”, y de todos modos vale la pena meterse en ese pogo, tentar al menos un cambio por más pequeñito que sea. Estos matices son necesarios porque la literatura, creo, no es un espacio para dar respuestas sino para generar dudas y explorar entre las contradicciones. ¿Ante qué no debemos rebelarnos? No creo que haya nada vedado, pero tampoco creo que sea muy saludable andar de kamikaze por el mundo. Tener más de treinta años y querer incendiar la pradera solo porque nos da la gana… no sé si genera aplausos, insultos o una risita incómoda. Tampoco es que yo tenga una verdad categórica al respecto. Si queremos, nos podemos rebelar contra todo y contra todos, pero no sé si eso va a ser muy fructífero, ni siquiera desde una perspectiva estética. Lo que sí puedo decir es que la literatura es ese espacio de total libertad en el que podemos plasmar esa rebelión, y en el que podemos resistir sin temor a salir tan magullados.

 

¿Tienes otros libros en preparación? ¿Después de este debut, qué viene?

 

Tengo un par de proyectos de narrativa en proceso, tanto de ficción como de no ficción. Algunos más avanzados que otros y espero poder cerrarlos el año que viene. En algunos ya no es tan presente la vena pop, más bien hay una exploración hacia la identidad cultural y lo que heredamos ―o desviamos― de nuestras familias.  Me llama la atención que me denominen “debutante” ―no es la primera vez que me dicen esto tras publicar los cuentos [risas]―, pese a que ya había publicado un libro de crónica, y llevo al menos 14 años viviendo de la escritura. Pero supongo que siempre se requiere el “bautizo” de la Literatura [risas].

 

 

 

 

2 de diciembre del 2024

 


 

 

El narrador Jorge Malpartida Tabuchi[2]



[1] Jorge Malpartida Tabuchi (Arequipa, 1990) Es periodista, escritor y docente universitario. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UNSA, y con una maestría en Escritura Creativa por la PUCP. Fue reportero y editor en La República, Sin Fronteras y El Comercio (Lima). Autor del libro de cuentos Contra toda autoridad, excepto… (Aletheya, 2024), y Patato: el goleador humilde que miraba al frente (2018), una crónica sobre Eduardo Márquez, el ídolo del FBC Melgar. Fue incluido en la antología de ciencia ficción iberoamericana Otras formas de ser humano (Compañía Naviera Ilimitada, Argentina, 2024). En el 2023 fue uno de los ganadores del Premio OEI de Cuentos de Ciencia y Tecnología, impulsado por la Organización de Estados Iberoamericanos. En el 2024 obtuvo el primer puesto en Cuento en los IV Juegos Florales Nacionales de la Universidad Nacional de Trujillo, en la categoría Docentes. Como autor ha participado en ferias del libro y eventos culturales, como la FIL Lima y el Hay Festival. Enseña periodismo y redacción en la UNSA y la Universidad La Salle. Es creador y conductor del podcast de literatura Lector Beta.

Instagram: @jmalpartidat

[2] Fotografía tomada por Julio Angulo Delgado.

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