LA VENGANZA[1]
Christian Ardel Loayza
Temblaba. Mi
mano temblaba en el aire. El taxi se detuvo algo lejos de mí. Verifiqué que la
nariz de mi vecina no se asomara por entre las cortinas de su casa, al otro
lado de la calle. Tragué un poco de saliva y avancé. Intentaba mantener el
equilibrio sobre mis zapatos de tacón alto, al mismo tiempo que lamentaba
haberme puesto una falda tan ceñida. Cuando alcancé el auto, no pude evitar
detenerme un instante frente al cristal; mi reflejo me veía como a una extraña.
Definitivamente no parecía yo. Abrí la puerta trasera del vehículo, me senté e
hice una seña al chófer para que avanzara. El conductor me vio por el espejo
retrovisor, sonrió y levantó las dos cejas.
—¿A dónde,
señorita?
Con la voz más
seria que pude extraer de mi garganta respondí que me esperara un momento. Y
busqué el papelito donde había anotado con lapicero azul la dirección de
ese…extraño lugar.
¡No soy este
tipo de persona!, pensaba, mientras sentía crecer el impulso de bajarme y
volver a casa a llorar. Pero no podía olvidar lo de la semana pasada. Busqué
con furia en mi bolso y cuando encontré la notita se la leí al chófer. El taxi,
entonces, se puso en marcha. Las calles pasaban y me adentraba en el cercado de
la ciudad. No podía sacar de mi cabeza lo que había pasado, lo que descubrí
mientras acomodaba algunas prendas de “mi esposo” en el ropero.
Martín, bonito
nombre, me dije cuando lo conocí hace siete años. Nunca tuvimos un gran
problema, él siempre sonreía y bromeaba y era atento conmigo y con mi hija.
Decía que me amaba, ¡y me amaba!, aún estoy segura de eso. E incluso satisfacía
mis caprichos algo costosos. Y claro, como todos, tenía una manía: odiaba la
suciedad. Siempre andaba limpiando o bañándose y él mismo se encargaba de lavar
la ropa, plancharla y acomodarla. Eso me evitaba molestias asquerosas y yo lo
agradecía sin insistir demasiado con el asunto de contratar a una persona para
que ayudara con el aseo de la casa.
Pero la semana
pasada, un martes como ayer, Martín salió apurado al trabajo. Por esa ocasión
decidí planchar la ropa y guardarla, sería una ayuda, pero encontré una tarjeta
en uno de sus pantalones. El pedazo de cartón era rojo y tenía estrellitas
negras adornando los bordes. En el centro se leía en letras grandes y
curveadas: «DENIS». Y al reverso tenía un número de celular. No podía creerlo
y, luego de meditar un momento, regresé esa tarjetita al bolsillo de donde
había salido. Y no dije nada.
Un par de días
después, no pude soportar más. Cata, mi amiga, al otro lado del teléfono,
escuchó todo mi llanto y reclamos y cólera. Ella intentó consolarme y
distraerme con algún tema del reality de la televisión o de la captura
del expresidente cholo en los estados unidos, pero yo no podía dejar de llorar.
—Ya, cálmate, amiga,
ya sé lo que necesitas— me dijo Cata al final—. ¡Págale a Martín con la misma
moneda!
Sequé mis
mejillas. Guardé silencio.
—Ya llegamos,
señorita—interrumpió el chofer y volvió a observarme por el espejo.
Luego de pagar
me bajé a toda prisa. Caminé media cuadra hasta un hotel. Verifiqué el número
del edificio en mi papelito arrugado. Me acerqué a la entrada donde la puerta
de cristal se abrió sin que yo la tocara. Adentro, el recepcionista me saludó y
preguntó si podía ayudarme en algo. Respiré profundo, di una mirada a mi
alrededor.
—Vengo por una
habitación… —dudé— en el tercer piso.
—Ah, entiendo.
Pague aquí, señora —dijo el joven—. Esta es su llave, control, papel y su
antifaz, suba por las gradas de la derecha y espere en su habitación.
Terminé en ese
hotel por idiota, es la verdad. Por teléfono, Cata me insinuó que conocía un
lugar donde una podía ir a olvidar esos malos momentos con su marido. Ese tipo
de tarjeta roja lo dice todo, dijo.
—Si quieres
llama a esa tarjeta, verás que es de un prostíbulo… O puedes ser tú la trágica,
la mártir o pueden quedar a mano. Sabes que él nunca lo admitirá —completó.
Di vueltas al
asunto por varios días e incluso consideré en dejarlo pasar. Muchos hombres lo
hacen, pensé. Pero me dolía que Martín haya decidido tener que buscar a una
prostituta. ¿Acaso yo no era suficiente para él? Y, si ese era el caso, ¿él
tampoco debería ser suficiente para mí? Pensé la noche entera.
Entonces llamé
a Cata:
—¡Perfecto!
—dijo mi amiga con una voz alegre.
—Sí, lo haré. También
encontré preservativos en su maletín. ¡Tenías razón!
—Ya ves. ¡Es un
perro! ¡Se ve con una prostituta o una amante! ¿Qué hombre lleva condones en su
maletín si tiene los suficientes en casa? —dijo, y yo asentí—. Bien, amiga,
anota la dirección. Procura ir bien vestida. A los chicos les gusta que te veas
bien.
—¿Me acompañas?
—pregunté inocente.
—¡Nunca jamás!
—gritó Cata y soltó una carcajada—. ¡No quiero un trío!
—No, no, no,
no. No es eso. Es que me da vergüenza —murmuré sonrojada.
—¡Ya eres
grandecita, mujer! Solo sé discreta y no olvides ponerte el antifaz. Tampoco
olvides los preservativos. Y disfruta, querida. Ya me cuentas cómo te fue.
¿Desde cuándo
viene Cata a este lugar? Me preguntaba ayer, ya dentro de la habitación del
hotel, sentadita en el borde de la cama, justo antes de notar que la puerta de
la habitación comenzaba a abrirse. Sacaba el antifaz de su bolsa cuando un
grito me interrumpió:
—¡Gloria! ¡Qué
carajo haces aquí! —dijo Martín, todo desnudo, mientras se quitaba la máscara.
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