lunes, 13 de noviembre de 2023

Así se fundó el grupo y la revista «Ómnibus». Testimonio de Charo Núñez Brito

 

EL MIMEÓGRAFO, EL FAR WEST Y EL PUENTE DEL DIABLO[1]

 

Charo Núñez Brito[2]

 

Recuerdo que conocí a Oswaldo una buena noche del verano de 1976, en casa del poeta mayor José Ruiz Rosas. Estaba sentado Oswaldo, vestido de azul marino, con una copa y algo más (in­descifrable) entre las manos. Era muy joven, parecía flotar, pero a todas luces ya se podía ver que contenía infinidad de preguntas (ecuaciones) de todos los colores (entonces) a medio responder. Y tenía ya la misma media sonrisa conspiradora. En otras pala­bras (casi) igualito a hoy.

Generoso como siempre, don Pepe había invitado esa noche con motivo de cierre de un curso para profesores de Literatura que había concluido ese día. Tal curso fue dedicado a los pro­fesores locales de literatura y fue dictado por importantes pro­fesores de Literatura llegados todos desde afuera de la cuidad, entre ellos estaban Antonio Cornejo Polar, Washington Delgado y Antonio Cisneros. Yo no era profesora de literatura ni de nada, apenas había empezado a estudiar medicina en la Universidad Nacional de San Agustín. Pero por cosas del destino y por ra­zones de ociosidad, ya que mi universidad estaba una vez más de huelga general e indefinida, me anoté y atendí tal curso para profesores en calidad de falsa maestra o estudiante clandestina.

El curso duró un par de brillantes semanas y, como para coronar ese extraordinario tiempo, sin saber cómo ni por qué o por similares sinrazones, el día final, acepté jubilosa una muy elegante invitación del poeta Cisneros a almorzar. Y almorza­mos en la entonces novísima y muy cosmopolita Pizzería de la calle Mercaderes, pero en verdad más que almorzar hablamos sin cesar, de todo lo vivido y por vivir. Al almuerzo le siguieron una caminata y unos postres y unos tés en el café de la Suiza, al cual Toño nombró el Far West, y a los tés les siguieron unas guindas con pisco (primeros licores de mi parte); y después de las guindas, la urgencia de Toño de asistir a la tertulia en casa del entrañable (y para mi desconocido) Pepe, ya mismo, esa noche. Entonces corrimos y llegamos a la bella casa de la calle Villalba 426. Yo en calidad de inocente paracaidista o reverenda intrusa caída del palto; pero eso sí, traída de la mano del muy alto Toño, quien era el invitado de honor. Nunca en mi vida había estado yo en medio de tan peculiar y amable compañía, de tantos poetas juntos. «Casi todos vestidos de colores oscuros», subrayó Toño.

Felizmente no tuve que hablar, todos me acogieron como si fuera una más de la partida, nadie me preguntó nada y pude darme el gusto de permanecer muda. Hasta que, misma cenicienta, al notar el avance de la noche (oscura) pregunté: «¿y ahora cómo vuelvo a casa?» Algunos se miraron entre ellos. No respondieron. Ninguno tenía apuro, ni se preocupaba en lo más mínimo por el transporte. Se hizo un pozo de silencio, penumbroso, en mi corazón. Pero no duró mucho, ya que, desde algún rincón inesperado, cuál ángel guardián (o exterminador), Oswaldo se levantó y dijo: «yo los llevo, ¡a donde quieran!» Puedo ver todavía al joven artista muy avispado al volante de un automóvil sedán del cual no recuerdo la marca, a su lado iba de copiloto el codirector de la revista Roña y, estoy segura, éramos varios más; pero fue él, Oswaldo, también llamado el Mago de Oz, el que de entre todos los poetas me devolvió sana y salva, entre risas, despedidas y muy dichosa comarca, hasta la mismísima puerta de mi casa (donde mis padres me esperaban despiertos, aterrados).

Alonso no estuvo presente esa noche. Poco tiempo después me enteré que Alonso existía y que se había perdido el evento por haber estado en Puno, en misión de carnaval y entrevistando a la Virgen de la Candelaria. Alonso apareció por primera vez en mi horizonte una tarde tocando la puerta con muy particular ímpetu y trayéndome cual embajador de los países fríos, un encargo, unas flores y unas disculpas en nombre del novelista Edmundo de los Ríos; quien se había portado muy mal los días anteriores.

Una vez medio aceptadas las disculpas, procedimos a caminar. Charlamos de todo lo humano y lo divino desde la casa de mis padres que quedaba al final de la Avenida Ejército, pasando el Puente del Diablo, hasta la Plaza de Armas, y tomamos algo en el Far West. Alonso tenía los ojos enormes, el pelo largo, una irreverente y a la vez ceremonial actitud que encubría una inteligencia aguda, portentosa, resbaladiza, peligrosa, de niño bravo y al mismo tiempo de anciano socarrón, que a su escasa edad había vuelto ya de dar la vuelta al mundo y tenía miles de ideas, proyectos y más viajes por plasmar; además de unos cuantos nuevos poemas bajo el brazo, siempre reposando junto a sus muy queridas y bien despiertas musas. No solo todo eso tenía Alonso, sino además un vozarrón que llenaba las calles vacías de nuestra gran ciudad con las notas y las líricas de la Marcha de Morán o el himno de la Alegría en las noches de ronda. Era, para más datos, el mejor amigo de Oswaldo, y viceversa. Por donde andaba uno solía aparecer el otro.

A Misael Ramos lo conocí aparte. Al otro lado del espectro entre la ciencia y la metafísica. En plena facultad de medicina. Un día cualquiera de clases en el que yo había tenido sumergida la nariz en formol por largas horas buscando el nervio vago y el plexo solar (y el alma) en los fondos de mi designado cadáver. A la salida de tan encomiable como insulsa práctica, tras las puertas del anfiteatro de anatomía, me interceptó como un aparecido o un resucitado silente, pálido, muy delgado; aunque en comparación a mi experiencia anterior, lleno de vida. Se presentó y pasó de inmediato a informarme que habíamos ganado los juegos florales de poesía de la facultad. Los dos. Yo, el primer puesto, y él, el segundo. Y que, como no asistí a la ceremonia de entrega de los premios, él tuvo que recibir ambos y traer el mío. «Muy merecido», me dijo. Y solemnemente me hizo entrega del primer premio, era un libro: Así se templó el acero de Nikolai Ostrovsky. Yo ya lo había leído, pero igual me alegré y, una vez cumplidos los agradecimientos, procedimos los dos premiados a caminar desde la Facultad de Medicina hasta el Far West. Hablamos de todas las injusticias, de todas las intrigas del espacio y de la relatividad coyuntural del tiempo.

Para entonces ya los dos, Oswaldo y Alonso, más el recién premiado Misael, poseían intenciones de fundar y publicar una revista de poesía propia. Una revista que (a diferencia de otras) no cargara manifiestos literarios, fuera y libre de toda trampa, sin argucias ni sesgos ni venias a movimientos ni escuela alguna, sin fundamentalismo de grupo ni agenda ni presunciones ni nada más que la destilada verdad, la valentía, la belleza desnuda del lenguaje; una revista arco, flecha, dardo, vehículo que lleve lejos no a los poetas, sino a los poemas. Y tenían, Oswaldo, Alonso y Misael, todo lo necesario para hacerlo ya mismo: la ilusión, el mimeógrafo, el nombre, el formato, el día en que saldría a luz, todo listo; solo les faltaba dinero para el papel.

Ahí es donde, cual cirujana, intervine y, con una filosa mentira, le dije a mi padre que necesitaba comprar urgentemente un libro más de medicina, otro, de texto, sin el cual sería imposible avanzar. Mi padre cedió. Y así conseguí y traje el dinero en efectivo. No sé en qué exacto lugar fue que nos reunimos, pero sí que Misael se puso de pie, calló, me pagó con un muy leve asentimiento de cabeza y una mirada profunda, interminable. Alonso se echó a andar, a dar vueltas como un místico iluminado, se detuvo por un instante y proclamó que cada quién defendería a muerte sus propios textos para incluirlos en el escaso espacio del Ómnibus. Oswaldo registró cada detalle, respiró hondo, cuadró los anchos hombros, torció el cuello, extendió completa la sonrisa y sacudió un puño hacia el infinito.


 


Mauricio Maldonado, Misael Ramos, Oscar Malca, Oswaldo Chanove, Patricia Alba, Eliana Llosa, Dino Jurado y Alonso Ruiz Rosas, de Ómnibus[3]



[1] Publicado por primera vez en Nuveliel. Revista de literatura y humanidades. Año 3. Nro. 3, pp. 161-164.

[2] Nació en Arequipa en 1955. Estudió los primeros cuatro años de la carrera de medicina en la Universidad Nacional de San Agustín, a la que ingresó con el primer puesto. El resto de su carrera la completó en la Universidad Cayetano Heredia, donde se graduó como médica cirujana. Más adelante, se formó como psiquiatra en el hospital Washington D. C. En 1993 publicó el libro de poesía Asuntos pendientes en Argentina y colaboró con la revista Diario de Poesía, en la que difundió poetas peruanos, cuyos nombres eran desconocidos entonces en Buenos Aires; entre ellos, Oswaldo Chanove.

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