WIÑAYPACHA:
SIMBOLISMO Y ETERNIDAD
Título de la cinta: Wiñaypacha
Género: Drama
Director: Óscar Catacora
Año de estreno: 2017
Por Heiner
Valdivia[1]
Wiñaypacha (2017)[2]
Phaxsi (Luna) y
Willka (Sol-Señor) son una pareja de ancianos que viven a más de cuatro mil
metros de altura, al borde del nevado Allincapac, en el distrito de Macusani,
Puno. Todos los días esperan fervientemente que su hijo regrese a su lado y a
la tierra que lo vio nacer.
Segundo largometraje
de Óscar Catacora en la que desnuda todo ese universo mágico propio de la
cosmovisión andina, tiene esa suerte de glosa poética que impera sobre la
presencia de la imagen, y es la prueba fehaciente de que lo visual del entorno,
el rigor y la austeridad de sus planos, pueden crear imágenes tan memorables
como perennes en la historia del cine peruano, en esa búsqueda de fijar los
mecanismos impronunciables de un mundo que para nosotros es extraño tanto en su
cultura como idioma. El uso del simbolismo es recurrente, existe esa visión de
la cosmovisión andina aimara (Arajpacha, Akapacha y Manquepacha
respectivamente); no busca ese tinte folklorista y primigenio, al contrario,
Wiñaypacha crea su propio mundo y percepción, y lo acerca más a los propósitos
de una estética demudada en silencios, nimiedad y minimalismo controlado, algo
visto en cineastas como Robert Bresson, Yasujiro Ozu y los Hnos. Dardenne.
Muy pocas veces
podemos sentirnos sobrecogidos de una manera tan espiritual sobre el quehacer
del hombre, sus actividades físicas y diarias, como hechos cotidianos sobre su
existencia y la propia cognición de su logos
y tiempo. El hombre y la naturaleza han sido retratados con una puesta en
escena lúcida sobre la práctica y la utilidad de la imagen al servicio de la
identidad y la fuerza cosmoteándrica
que retrata al individuo dentro de su entorno simbólico. Podemos sentir y palpar
a dos tipos de miradas: una es la mirada occidental, donde el héroe patriarcal
se apropia de su entorno y resulta ser un arquetipo de ficción por el que vive
y se desplaza a lo largo de él, buscando sed de conocimiento y, luego, ser
glorificado por la grandeza; la otra es la mirada oriental, que nos da un
aspecto más nutriente, femenino y matriarcal con el contacto del mundo y el
entorno de su entrega. En esta última, se observan a los fenómenos de la
naturaleza con el detalle de la entrega y la contemplación, de esa renuncia
propiamente dicha, donde no importa cuánto se apropie uno del mundo, sino
cuánto debe entregar para reconstituir su propia transformación o mirada.
Wiñaypacha, que en lengua aimara significa ‘tiempo eterno’,
evoca ese canto a una tierra dominada por la eternidad, un estado sin
dimensiones donde los hombres, casi en un nihilismo absoluto, donde el tiempo y
la naturaleza coexisten sin aniquilarse mutuamente. Es también la tierra de una
ensoñación o un estrato de sublimación al mito genésico de la creación del
mundo y del hombre (Manco Capac y Mama Ocllo saltan a la vista), la cual me
hace recalcar la idea de una pareja fundadora a la espera de un hijo para su
mundo, o tal vez es el estado intermediario entre el mundo de los vivos y el de
los muertos, evocando la nostalgia o la pérdida irreparable de aquel hijo que
se fue por una muerte trágica, como si su mundo nunca se hubiera acabado de
golpe y proyectándose sobre esa condición de atemporalidad o eternidad de
ensueño. En fin, se presta para muchas interpretaciones tanto de índole
metafísica como espiritual.
El filme está
hecho de planos fijos y estáticos, pero sutiles en hacer que el recurso de la
nimiedad y el ensayo fílmico formen parte del relato discursivo y semántico; es
una suerte de hierofanía, porque lo sagrado se manifiesta en un espacio casi
ritual, en este caso el hogar y su entraña, las apachetas y el nevado, donde el
tiempo no puede existir, solo siendo visible y capturado a través de la cámara
cinematográfica, entre la conjunción del hombre y el nevado, como una especie
de tránsito hacia todo lo mistérico que no podemos percibirlo con los sentidos
ni los ojos, porque es cíclica y mítica, puesto que la concepción del tiempo no
es esa linealidad propuesta por el pensamiento occidental, es un todo cuanto es
el símbolo que se revive a través del ideario o el arquetipo de lo ancestral
que retorna constantemente sobre el rito y el camuflaje del mito. Y es por eso
que recalca, y expone, con la ternura de un canon lírico, una serie de pausas y
silencios inusuales dentro de la industria fílmica peruana, en la textura de un
abalorio de imágenes poéticas como sublimaciones visuales, tanto sobre la
condición humana como del entorno natural. Es también un ensayo sobre la vida
de una pareja de ancianos que no actúan como tal, sino que viven en ese
imaginario proyectado bajo el desempeño y la devoción recíproca hacia su mundo.
El campo, la
hostilidad del clima, los nevados y los animales causan esa atracción tan
particular hacia un mundo que hemos dejado de ver o sentir, ya sea con la
mirada del noúmeno kantiano o la
abstracción de la lógica más analítica; y más allá de eso, es la mirada
transversal ante el hijo que se va de la entraña familiar, que se abandona ante
esta eternidad, dejando todo para irse a la ciudad-muerte, donde el olvido es
su propio retorno a lo ilusorio gestado por esta búsqueda. Deja todo atrás de
sí, a sus padres y creencias; solamente lo vemos a través del desarraigo y la
añoranza gestualizada por el retorno de lo oral sobre lo filmado, por esta
pareja de ancianos en el rol cósmico de una pareja primordial o mónada primaria
que se manifiesta y existe para refundar una manera de entender el tiempo, y de
cuestionar ese mundo perplejo en su percepción (Adán-Eva).
Fragmento
fotográfico[3]
La idea del
retorno del hijo es circular o casi un estado primordial, es simplemente la
excusa ante este ideario ensoñado, puesto que no nos presenta al tiempo como la
excusa a una vida hecha de situaciones y actos temporales, sino a la esencia
inmanente de las cosas, por las que el filme plasma una realidad tan bellamente
captada sobre el imaginario nacional, la naturaleza y la condición del hombre.
Es también el retrato sombrío de la vejez y la renuncia, pero también de su
optimismo; especialmente en los sueños retratados, porque vemos a una suerte de
pareja mítica que en su dualidad refunda y reescribe ese mundo, rehaciéndolo
con la escritura a través de los signos de la cosmovisión y el tiempo rotatorio
por el que el hombre andino está presente y es eterno a la vez.
Aquí, la vida es
alentada por esa austeridad, el silencio de los nevados se fusiona con la vida
cotidiana de los personajes, una simbiosis perenne; a ratos puede parecernos un
documental ficcionado, como una propuesta más didáctica, porque nos demuestran
los diversos ritos o mitos creados por el autor como seña particular.
El filme también
hace un acto litúrgico por el que transita la oralidad, la dualidad frente a lo
disperso, en donde se ve el canto a la tierra, el picchado de coca, el animismo
tutelar y las apachetas como efigies y promesas de nosotros mismos ante la vida
y su mero tránsito: es tan instructivo como visual. Frente a lo mágico, está lo
individual, esta suerte de héroes que se enfrentan al destino, a la suerte que
los Apus deparan a los hombres, no en la heroicidad de su conquista, sino en el
estado pretérito al ser humano, anterior a su heroicidad y al confín de su
castigo o tragedia de enfrentarse a lo predestinado. El filme no hace mejor
propuesta que recalcar la atención que mostramos hacia la tercera edad.
El final es un
acto de sublimación, casi in extremis, termina donde se origina el
ideario hacia todo lo existente, en ese gran nevado, donde Phaxsi, luego de la
muerte de Willka, se va a disolver o entregarse a la naturaleza, ascender en su
migración espiritual; eso no lo podemos ver como tal, pero sí lo podemos soñar
o intuir, porque es una entrega sin apegos a este mundo. Regresa de donde vino,
en una suerte de renuncia y entrega muy pocas veces visto en el mundo del cine;
me hizo recordar a ese gran filme de Shohei Imamura: Balada del Narayama (1983), donde la despedida es la entrega hacia
la devoción y el silencio, la sencillez humana como acto piadoso de enfrentar
el mundo en su temporalidad.
Fragmento fotográfico[4]
[1] Heiner
Valdivia
(Arequipa, 1978). Es poeta, narrador, ensayista y crítico de cine. Ha publicado
los libros de poesía: Vesperia
(2004), El denario habitual (2013), Eklosión (2015), el tríptico de libros: Terapias y diagnósticos del Dr. Petrus
Carmichael (2016), Anticéfalos
(2017), Voluptas Mystica (2018), el
libro de microrrelatos, Insectario
Doméstico (2018), la muestra de poesía visual Paragrafias (2019), el libro-filme en homenaje al escritor francés
Jean Genet, Cuerpo confinado (2020),
el libro virtual 75 Haikus (2020), el
libro de ensayos Cine y poesía. Ensayos sobre la función y el espacio de lo
poético en el cine (2020), ganador del concurso: Fondos Concursables Plan ‘El
Regreso’, el libro La plaga coronada y otros cuentos (2021), seguido de Breviario
poético (2022), Palimpsestos (2022), El silencio (2023) y su
más reciente texto experimental Pliegos
Marginales (2023). Ha colaborado en las revistas Espinela, Poetika,
Gabinete Mabuse, Quehacer y otras revistas del medio local.
[2] Imagen
recuperada de: https://elmontonero.pe/columnas/winaypacha-mas-que-un-film-una-metafora
[3] Imagen
recuperada de: https://www.bbc.com/mundo/noticias-45882912
[4] Imagen
recuperada de: https://www.elobservador.com.uy/nota/-winaypacha-de-oscar-catacora-la-conmovedora-cinta-peruana-protagonizada-por-una-anciana-que-nunca-habia-visto-una-pelicula-201811717426
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