viernes, 3 de mayo de 2024

Reseña sobre «Wiñaypacha» de Óscar Catacora




WIÑAYPACHA:
SIMBOLISMO Y ETERNIDAD

 

 

 

Título de la cinta: Wiñaypacha

Género: Drama

Director: Óscar Catacora

Año de estreno: 2017

 

 

Por Heiner Valdivia[1]

 


 

Wiñaypacha (2017)[2]

 

 

Phaxsi (Luna) y Willka (Sol-Señor) son una pareja de ancianos que viven a más de cuatro mil metros de altura, al borde del nevado Allincapac, en el distrito de Macusani, Puno. Todos los días esperan fervientemente que su hijo regrese a su lado y a la tierra que lo vio nacer.

Segundo largometraje de Óscar Catacora en la que desnuda todo ese universo mágico propio de la cosmovisión andina, tiene esa suerte de glosa poética que impera sobre la presencia de la imagen, y es la prueba fehaciente de que lo visual del entorno, el rigor y la austeridad de sus planos, pueden crear imágenes tan memorables como perennes en la historia del cine peruano, en esa búsqueda de fijar los mecanismos impronunciables de un mundo que para nosotros es extraño tanto en su cultura como idioma. El uso del simbolismo es recurrente, existe esa visión de la cosmovisión andina aimara (Arajpacha, Akapacha y Manquepacha respectivamente); no busca ese tinte folklorista y primigenio, al contrario, Wiñaypacha crea su propio mundo y percepción, y lo acerca más a los propósitos de una estética demudada en silencios, nimiedad y minimalismo controlado, algo visto en cineastas como Robert Bresson, Yasujiro Ozu y los Hnos. Dardenne.

Muy pocas veces podemos sentirnos sobrecogidos de una manera tan espiritual sobre el quehacer del hombre, sus actividades físicas y diarias, como hechos cotidianos sobre su existencia y la propia cognición de su logos y tiempo. El hombre y la naturaleza han sido retratados con una puesta en escena lúcida sobre la práctica y la utilidad de la imagen al servicio de la identidad y la fuerza cosmoteándrica que retrata al individuo dentro de su entorno simbólico. Podemos sentir y palpar a dos tipos de miradas: una es la mirada occidental, donde el héroe patriarcal se apropia de su entorno y resulta ser un arquetipo de ficción por el que vive y se desplaza a lo largo de él, buscando sed de conocimiento y, luego, ser glorificado por la grandeza; la otra es la mirada oriental, que nos da un aspecto más nutriente, femenino y matriarcal con el contacto del mundo y el entorno de su entrega. En esta última, se observan a los fenómenos de la naturaleza con el detalle de la entrega y la contemplación, de esa renuncia propiamente dicha, donde no importa cuánto se apropie uno del mundo, sino cuánto debe entregar para reconstituir su propia transformación o mirada.

Wiñaypacha, que en lengua aimara significa ‘tiempo eterno’, evoca ese canto a una tierra dominada por la eternidad, un estado sin dimensiones donde los hombres, casi en un nihilismo absoluto, donde el tiempo y la naturaleza coexisten sin aniquilarse mutuamente. Es también la tierra de una ensoñación o un estrato de sublimación al mito genésico de la creación del mundo y del hombre (Manco Capac y Mama Ocllo saltan a la vista), la cual me hace recalcar la idea de una pareja fundadora a la espera de un hijo para su mundo, o tal vez es el estado intermediario entre el mundo de los vivos y el de los muertos, evocando la nostalgia o la pérdida irreparable de aquel hijo que se fue por una muerte trágica, como si su mundo nunca se hubiera acabado de golpe y proyectándose sobre esa condición de atemporalidad o eternidad de ensueño. En fin, se presta para muchas interpretaciones tanto de índole metafísica como espiritual.

El filme está hecho de planos fijos y estáticos, pero sutiles en hacer que el recurso de la nimiedad y el ensayo fílmico formen parte del relato discursivo y semántico; es una suerte de hierofanía, porque lo sagrado se manifiesta en un espacio casi ritual, en este caso el hogar y su entraña, las apachetas y el nevado, donde el tiempo no puede existir, solo siendo visible y capturado a través de la cámara cinematográfica, entre la conjunción del hombre y el nevado, como una especie de tránsito hacia todo lo mistérico que no podemos percibirlo con los sentidos ni los ojos, porque es cíclica y mítica, puesto que la concepción del tiempo no es esa linealidad propuesta por el pensamiento occidental, es un todo cuanto es el símbolo que se revive a través del ideario o el arquetipo de lo ancestral que retorna constantemente sobre el rito y el camuflaje del mito. Y es por eso que recalca, y expone, con la ternura de un canon lírico, una serie de pausas y silencios inusuales dentro de la industria fílmica peruana, en la textura de un abalorio de imágenes poéticas como sublimaciones visuales, tanto sobre la condición humana como del entorno natural. Es también un ensayo sobre la vida de una pareja de ancianos que no actúan como tal, sino que viven en ese imaginario proyectado bajo el desempeño y la devoción recíproca hacia su mundo.

El campo, la hostilidad del clima, los nevados y los animales causan esa atracción tan particular hacia un mundo que hemos dejado de ver o sentir, ya sea con la mirada del noúmeno kantiano o la abstracción de la lógica más analítica; y más allá de eso, es la mirada transversal ante el hijo que se va de la entraña familiar, que se abandona ante esta eternidad, dejando todo para irse a la ciudad-muerte, donde el olvido es su propio retorno a lo ilusorio gestado por esta búsqueda. Deja todo atrás de sí, a sus padres y creencias; solamente lo vemos a través del desarraigo y la añoranza gestualizada por el retorno de lo oral sobre lo filmado, por esta pareja de ancianos en el rol cósmico de una pareja primordial o mónada primaria que se manifiesta y existe para refundar una manera de entender el tiempo, y de cuestionar ese mundo perplejo en su percepción (Adán-Eva).

 

Fragmento fotográfico[3]

 

La idea del retorno del hijo es circular o casi un estado primordial, es simplemente la excusa ante este ideario ensoñado, puesto que no nos presenta al tiempo como la excusa a una vida hecha de situaciones y actos temporales, sino a la esencia inmanente de las cosas, por las que el filme plasma una realidad tan bellamente captada sobre el imaginario nacional, la naturaleza y la condición del hombre. Es también el retrato sombrío de la vejez y la renuncia, pero también de su optimismo; especialmente en los sueños retratados, porque vemos a una suerte de pareja mítica que en su dualidad refunda y reescribe ese mundo, rehaciéndolo con la escritura a través de los signos de la cosmovisión y el tiempo rotatorio por el que el hombre andino está presente y es eterno a la vez.

Aquí, la vida es alentada por esa austeridad, el silencio de los nevados se fusiona con la vida cotidiana de los personajes, una simbiosis perenne; a ratos puede parecernos un documental ficcionado, como una propuesta más didáctica, porque nos demuestran los diversos ritos o mitos creados por el autor como seña particular.

El filme también hace un acto litúrgico por el que transita la oralidad, la dualidad frente a lo disperso, en donde se ve el canto a la tierra, el picchado de coca, el animismo tutelar y las apachetas como efigies y promesas de nosotros mismos ante la vida y su mero tránsito: es tan instructivo como visual. Frente a lo mágico, está lo individual, esta suerte de héroes que se enfrentan al destino, a la suerte que los Apus deparan a los hombres, no en la heroicidad de su conquista, sino en el estado pretérito al ser humano, anterior a su heroicidad y al confín de su castigo o tragedia de enfrentarse a lo predestinado. El filme no hace mejor propuesta que recalcar la atención que mostramos hacia la tercera edad.

El final es un acto de sublimación, casi in extremis, termina donde se origina el ideario hacia todo lo existente, en ese gran nevado, donde Phaxsi, luego de la muerte de Willka, se va a disolver o entregarse a la naturaleza, ascender en su migración espiritual; eso no lo podemos ver como tal, pero sí lo podemos soñar o intuir, porque es una entrega sin apegos a este mundo. Regresa de donde vino, en una suerte de renuncia y entrega muy pocas veces visto en el mundo del cine; me hizo recordar a ese gran filme de Shohei Imamura: Balada del Narayama (1983), donde la despedida es la entrega hacia la devoción y el silencio, la sencillez humana como acto piadoso de enfrentar el mundo en su temporalidad.

 

 

Fragmento fotográfico[4]



[1] Heiner Valdivia (Arequipa, 1978). Es poeta, narrador, ensayista y crítico de cine. Ha publicado los libros de poesía: Vesperia (2004), El denario habitual (2013), Eklosión (2015), el tríptico de libros: Terapias y diagnósticos del Dr. Petrus Carmichael (2016), Anticéfalos (2017), Voluptas Mystica (2018), el libro de microrrelatos, Insectario Doméstico (2018), la muestra de poesía visual Paragrafias (2019), el libro-filme en homenaje al escritor francés Jean Genet, Cuerpo confinado (2020), el libro virtual 75 Haikus (2020), el libro de ensayos Cine y poesía. Ensayos sobre la función y el espacio de lo poético en el cine (2020), ganador del concurso: Fondos Concursables Plan ‘El Regreso’, el libro La plaga coronada y otros cuentos (2021), seguido de Breviario poético (2022), Palimpsestos (2022), El silencio (2023) y su más reciente texto experimental Pliegos Marginales (2023). Ha colaborado en las revistas Espinela, Poetika, Gabinete Mabuse, Quehacer y otras revistas del medio local.

[2] Imagen recuperada de: https://elmontonero.pe/columnas/winaypacha-mas-que-un-film-una-metafora

[3] Imagen recuperada de: https://www.bbc.com/mundo/noticias-45882912

[4] Imagen recuperada de: https://www.elobservador.com.uy/nota/-winaypacha-de-oscar-catacora-la-conmovedora-cinta-peruana-protagonizada-por-una-anciana-que-nunca-habia-visto-una-pelicula-201811717426

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