domingo, 29 de octubre de 2023

«La libertad del poeta». Ensayo de Edward Álvarez Yucra

 

LA LIBERTAD DEL POETA:
A PROPÓSITO DE UN ENSAYO DE ALFONSO REYES

 

[1]Edward Mosiah Álvarez Yucra

 

Describir la escritura de Alfonso Reyes resulta difícil. Podríamos señalar su variado uso del léxico, su compostura retórica o su desbordante sapiencia, pero no es lo mismo conocer los trucos del mago que aplicarlos con éxito. La pluma de este exponente mexicano se define por la actitud de un humanista a grandes rasgos, por lo que su prosa se plasma con erudición. A tenor de ello, la ambición de las siguientes líneas evoca solo en una fracción de su obra, un ensayo brevísimo de su libro La experiencia literaria (1952); me refiero a “Jacob o idea de la poesía”[2]. ¿Qué decir de este ensayo? Tal vez rescatar la concepción del oficio poético, en tanto consideremos recuperarlo con urgencia para el mundo artístico de hoy.

Reyes esboza perspicazmente las consignas que obedece un buen poeta, la analogía del pasaje bíblico se resume así: Jacob es al poeta, lo que la poesía al ángel. En este sentido, se narra la lucha de uno contra el otro para conseguir la obra realizada, pues en el relato del pentateuco la disputa es por una bendición. Nada más urgente por resaltar en estos tiempos donde la belleza del arte se diluye en conceptos y actos vacíos que privan al público de una experiencia estética y frenan su juicio con la indiferencia académica: “quién no sepa apreciar estas obras, absténgase de opinar”.

Escrito en 1933, las páginas del ensayo parten con la recapitulación de una polémica entre los poetas inclinados a la prosodia tradicional y las nuevas escuelas de vanguardia. Si bien Reyes increpa mayores defectos a la segunda, no deja de disentir de ambas: «Algo de confusión se desliza siempre en estas querellas». Naturalmente, emanciparnos de la tradición demanda conocerla a fondo, no es sano seguirla a rajatabla ni es sano arrogarse el don de volverla a crear desde cero. La clave radica en descubrir la libertad de la forma menos esperada, esa que conspira con algo más importante que la simple ausencia de coacción para el escritor; pues «el verdadero artista es el que se esclaviza a las más fuertes disciplinas».

Cierto, el temple del poeta es esencial en sus horas de escritura, pero eso no significa que puede descuidar la disciplina; la inspiración permanece irrealizable si no se encuentran los medios para ejercerla. Así pues, las musas se desvanecen como los sueños de una noche de antaño, se pierden en la memoria a falta de una técnica que las inmortalice; jamás sabríamos de Laura si Petrarca hubiese ignorado la tradición grecorromana, jamás sabríamos de Matilde si Neruda hubiese ignorado la poesía amorosa de Tagore. En efecto, no basta con tener grandes ideas, el arte requiere un dominio técnico y el conocimiento de la tradición brinda herramientas para consolidar obras tan originales como libres.

Queda claro: la libertad no es un fin en sí misma. En el caso de que lo fuese, cualquier cosa adquiriría valor artístico, por lo que Reyes atina al plantear otra analogía: jugar con el arte es jugar con fuego. «Y el fuego entregado a sí mismo, ya se sabe, solo consume. En cambio, el fuego con espuela y freno es motor de civilizaciones». De razón las obras contemporáneas adolecen de este rigor, de aquella libertad que persiste incompleta porque identifica también la imperfección humana. Nunca seremos completamente libres, sea por los demás, sea por las circunstancias, sea por uno mismo quién obstaculice el deseo y termine regresando al deber. Es entonces que la subjetividad puede sacrificarse para plasmar la condición humana o perderse en un narcisismo que exige reconocimiento pese a sus carencias. Lo relativo no tiene porqué ser antojadizo, verbigracia, la belleza de un film como The Room (2003) de Tommy Wiseau es incomparable con Unfaithful (2002) de Adrian Lyne.

Asimismo, Reyes resalta con una anécdota el yerro sutil de apreciar al autor por encima de la obra y no al revés; lo que devela el problema cuando enaltecemos la subjetividad del artista:

 

Gabriel Alomar, en un rapto de impaciencia contra el exceso de preocupaciones formales, comenzó a decir:

–El terceto, cuya única justificación es Dante…

Y Eugenio d´Ors vino a atajarle suavemente:

–Al contrario, querido Alomar: Dante, cuya justificación es el terceto…

 

El nombre cobra trascendencia por esas obras concebidas a costa de tiempo, dedicación, conocimiento, sensibilidad, temperamento… Canalizar los elementos para la catarsis va más lejos que solo confesar estados de ánimo o incurrir en ideologías, el reto está en hallar la simetría, la cadencia; y no puede ser para menos, si todo hombre es juzgado por sus obras, ¿por qué el artista sería la excepción? Con mayor razón si lo vemos como el ensayista mexicano, es decir, como una batalla contra lo inefable, una que parece perdida al solo mirar al oponente. De ahí la disputa constante en la que se bate el poeta, el enfrentamiento entre lo mortal y lo inmortal, lo real y lo irreal, la utilidad y la inutilidad; es una lucha que vale cada segundo, puesto que la causa es la libertad. Aunque imperfecta, la libertad dignifica al poeta.

Finalicemos citando la conclusión que le da el título al texto de Reyes, quizá hoy más que nunca requerimos de su tono crítico, así como de su erudición: «El arte es una continua victoria de la conciencia sobre el caos de las realidades exteriores. Lucha con lo inefable: “combate de Jacob con el ángel”, lo hemos llamado».

 

 


Alfonso Reyes[3]



[1] Es Bachiller en Literatura y Lingüística por la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa y director de la revista Nuveliel. Obtuvo el primer lugar en los Juegos Florales de la misma universidad en la categoría de Ensayo (2018). Ha participado como ponente en diversos eventos académicos tanto a nivel nacional como internacional. Asimismo, ha colaborado con ensayos y reseñas en diferentes revistas y plataformas virtuales. Actualmente cursa la Maestría en Humanidades de la Universidad Católica San Pablo.

[2] Reyes, A. (1952). “Jacob o idea de la poesía”. En: La experiencia literaria. Buenos Aires: Losada, pp. 91-94.

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