EL FANTASMA DEL
ESPEJISMO[1]
Azucena Guzmán Roblero[2]
Resuenan
cientos de pasos en coro, pasan de izquierda a de- recha y viceversa, algunos
zapatos rozan entre sí, se pisotean. Las mal llamadas calles, que en realidad
son senderos en el espejismo, se cubren de gente que camina a pie, de carros
particulares, bicicletas, pocas, y camiones de transporte. Sobran letreros,
anuncios, grafitis, murales, propagandas y tiendas, muchas tiendas, todo se
vende, todo se compra, excepto él. No tiene nombre, no tiene edad, casi no
tiene rostro, no tiene origen ni destino. No tiene nada.
–¡Desgraciados!
–Señala a alguien al azar–. Tú, ¿qué me miras? –Está parado, en medio de una
banqueta por donde pasan cientos a cada minuto, les estorba, todos llevan
prisa. Una persona pasa encima de él, grita, se inclina.
Desde
que amanece hasta que anochece, él recorre las calles sin descansar, duerme
donde lo agarre la noche, donde lo venza el frío. Conoce ese espejismo mejor
que nadie, porque él es el único que existe ahí. Es un lugar para fantasmas.
Donde se encuentra actualmente es un cruce importante, ahí se juntan personas,
perros callejeros, basura, carros; es un circuito cerrado donde la luz verde
hace caminar a las gentes, y la luz roja detiene a los coches, una vez
marchando al ritmo de esas luces, a nadie se le vuelve a ver. A él le gusta
estar ahí para decirles, las veces que sea posible, el mismo discurso de hace
años, el que siempre repite.
–¡Suéltame!
–dice, en medio de todo, mira a su alrededor, parece desconcertado. Toma aire y
vuelve a gritar –¡Dios nos escupe y le agradecemos! ¡el diablo nos miente y lo
buscamos! –agrega sujetándose el estómago, como si le doliera.
Ahora
está de rodillas, como adolorido, se le vino un recuerdo, el único que le
queda, el que a veces lo acompaña. Su ropa es negra y gris, el color natural
del espejismo. También sus uñas largas son negras, y su piel está cubierta por
una masilla oscura difícil de quitar, mugre. Da la apariencia de haber quemado
carbón en las últimas horas, tal como quienes están en el infierno trabajando
entre las llamas.
–Mariana,
Mariana, ¿vas a venir a verme? –dice en voz baja, esta vez solo para él. No
recuerda la imagen de Mariana, no re- cuerda su rostro, a veces olvida su
nombre y otras veces recuerda cuánto la quiso.
En
ese momento, a lo lejos, escucha una voz de otro hombre que está en un vehículo
estacionado al frente, gritando –¡Mariana, aquí estoy, corre que el tránsito
me quita!–. Seguido de eso, presiona el claxon, luce desesperado. Su vehículo
es rojo, sobre- sale dentro de todo el escenario gris, es un carro hecho para
correr, diseñado para salir a velocidad años luz lejos del espejismo.
Al
otro lado, de un edificio de quince pisos sale Mariana. Ahí va, presurosa. Toma
su bolso, se asegura de echarle un último vistazo a sus tarjetas, a su labial
rojo que el otro le había chuleado, a su celular que el padre le había
regalado, y a un par de medias extra, por si las que lleva puestas se le
rompen. Sale corriendo, sube al coche rojo que combina con su labial, olvida su
suéter. El frío puede esperar, pero salir del espejismo no, de algún modo todos
quieren estar ahí sin volverse fantasmas.
Quiere
alcanzarla, escucha que es Mariana. No puede. En lo que ella toma sus cosas
para salir, él apenas puede ponerse de pie para dirigirse hacia donde ella
corre. En su intento, un sujeto lo avienta. Es un muchacho que vende
periódicos, los cuales van a dar al suelo. El joven, de no más de quince años,
tiene los zapatos gastados, el derecho ya tiene un agujero. Mira los zapatos
del joven, se percata de que él no tiene unos, siempre va a pie. El jovenzuelo
recoge los periódicos con prisa, y sin decir una palabra se incorpora
rápidamente a la vía para seguir su camino. Lo tiran al suelo sin verlo, él es
un fantasma.
–¡Mariana,
Mariana! –Esta vez lo grita en voz alta. Una mujer de sesenta años que vende
frituras en la esquina de la calle escucha aquel murmullo, piensa que se trata
de una especie de burla al joven del carro rojo que se lleva a Mariana. Ella ríe,
entre sus frituras baratas, algunas caducadas, y observa huir al par de amantes
que no se aman, como ella no ama vender frituras, por- que ahí nadie ama, todo
es una ilusión vendida. Curiosa, voltea a buscar al burlón, pero no puede
verlo. Él se mueve hacia el lugar de donde salió Mariana.
Es
un café rústico. Bebidas calientes, recién hechas, alimentos importados,
personal para atender, bandejas para impresionar y pláticas que nadie recuerda.
Ve la silla donde Mariana estuvo sentada, ve su prenda olvidada. Llega a su
olfato el olor a café caliente, pan recién horneado, su estómago cruje, lo
ignora, lo importante es el suéter, el hermoso suéter rosa con simulaciones
de perlas pegadas por doquier. Lo toma, nadie lo ve. Sale corriendo.
Se
dirige a unas bancas públicas, se sienta a oler la prenda de Mariana, para
recordarla, pues otra vez se ha ido. El suéter contrasta con él, porque es una
sombra andante, tiene barba gris, cabello largo enredado en rastas, pelos
grises que son canas y cabellos negros que tienen mugre pegada. Las bancas
están frente a un hotel donde arriban vehículos traídos del aeropuerto. Es un
hotel de varios pisos, fachada de vidrio y brillante bajo los rayos del sol.
Aprovecha para hacer del baño, hace pipí, luego saca sus heces, sin bajarse el
pantalón, sin dejar de ver el suéter rosa. Un grupo de adolescentes pasa
caminando.
–¡Por
dios, pero que apeste es este! –dice el más tierno mientras se tapa la nariz.
–Por
aquí tiraron un perro muerto –le responde otra, que con su blusa de colegiala
tapa su mentón. Los jóvenes siguen caminando y riendo, retoman su habitual
cotorreo de camino a casa.
Él
sabe que el olor es suyo, pero ya está acostumbrado. A donde va, las personas
se quejan de su aroma, aunque no lo vean. Es curioso, su olor se percibe más
que su imagen. De hecho, su imagen no molesta a nadie porque va bien con el
paisaje de todo el espejismo. Es nada entre la nada. Pero su olor, ese olor es
la textura del cuadro. A nadie le gusta la textura del cuadro si éste se vende
por su imagen, sin necesidad de tocarlo. Todos ven el cuadro, todos pasan por
el cuadro, pero nadie vive ahí, excepto los fantasmas como él.
Hay
edificios, hay casas, hay vehículos, tiendas, muchas tiendas. Se vende de todo,
se compra de todo. Hasta el tiempo tiene precio en ese espejismo, pero eso no
aplica para él, porque mientras todos corren queriendo huir del espejismo, él
yace ahí. Sentado en una banca, en medio de todo, con gran calma, se aferra
al suéter de Mariana, pero no de su Mariana. En realidad, no se aferra al
suéter, sino al recuerdo. Es lo único a lo que puede aferrarse, al menos por
hoy, mientras la recuerda. Sabe que no tiene nada, por eso se queda sentado y
quieto en esa banca. A diferencia del resto, tiene tiempo para vivir ese
espejismo que nadie habita como él.
Foto tomada por Frida
Sánchez[3]
[1] Publicado
por primera vez en Nuveliel. Revista de
literatura y humanidades. Año 3. Nro. 3, pp. 146-149.
[2]
Originaria de Ciudad
Nezahualcóyotl, México. Egresada de la Escuela de Escritores del Estado de
México Juana de Asbaje. Ha realizado publicaciones en medios digitales: Blog
Libropolis (UNAM); revistas, Ficcionales, Penumbria y Diversidades, Amarantine
y El Narratorio.Instagram: @zuzietl_azu
[3] Escritora
y periodista. Instagram: @elsasanchez684