domingo, 29 de octubre de 2023

«El fantasma del espejismo». Un cuento de Azucena Guzmán Roblero

 

EL FANTASMA DEL ESPEJISMO[1]

 

Azucena Guzmán Roblero[2]

 

Resuenan cientos de pasos en coro, pasan de izquierda a de- recha y viceversa, algunos zapatos rozan entre sí, se pisotean. Las mal llamadas calles, que en realidad son senderos en el espejismo, se cubren de gente que camina a pie, de carros particulares, bicicletas, pocas, y camiones de transporte. Sobran letreros, anuncios, grafitis, murales, propagandas y tiendas, muchas tiendas, todo se vende, todo se compra, excepto él. No tiene nombre, no tiene edad, casi no tiene rostro, no tiene origen ni destino. No tiene nada.

–¡Desgraciados! –Señala a alguien al azar–. Tú, ¿qué me miras? –Está parado, en medio de una banqueta por donde pasan cientos a cada minuto, les estorba, todos llevan prisa. Una persona pasa encima de él, grita, se inclina.

Desde que amanece hasta que anochece, él recorre las calles sin descansar, duerme donde lo agarre la noche, donde lo venza el frío. Conoce ese espejismo mejor que nadie, porque él es el único que existe ahí. Es un lugar para fantasmas. Donde se encuentra actualmente es un cruce importante, ahí se juntan personas, perros callejeros, basura, carros; es un circuito cerrado donde la luz verde hace caminar a las gentes, y la luz roja detiene a los coches, una vez marchando al ritmo de esas luces, a nadie se le vuelve a ver. A él le gusta estar ahí para decirles, las veces que sea posible, el mismo discurso de hace años, el que siempre repite.

–¡Suéltame! –dice, en medio de todo, mira a su alrededor, parece desconcertado. Toma aire y vuelve a gritar –¡Dios nos escupe y le agradecemos! ¡el diablo nos miente y lo buscamos! –agrega sujetándose el estómago, como si le doliera.

Ahora está de rodillas, como adolorido, se le vino un recuerdo, el único que le queda, el que a veces lo acompaña. Su ropa es negra y gris, el color natural del espejismo. También sus uñas largas son negras, y su piel está cubierta por una masilla oscura difícil de quitar, mugre. Da la apariencia de haber quemado carbón en las últimas horas, tal como quienes están en el infierno trabajando entre las llamas.

–Mariana, Mariana, ¿vas a venir a verme? –dice en voz baja, esta vez solo para él. No recuerda la imagen de Mariana, no re- cuerda su rostro, a veces olvida su nombre y otras veces recuerda cuánto la quiso.

En ese momento, a lo lejos, escucha una voz de otro hombre que está en un vehículo estacionado al frente, gritando –¡Mariana, aquí estoy, corre que el tránsito me quita!–. Seguido de eso, presiona el claxon, luce desesperado. Su vehículo es rojo, sobre- sale dentro de todo el escenario gris, es un carro hecho para correr, diseñado para salir a velocidad años luz lejos del espejismo.

Al otro lado, de un edificio de quince pisos sale Mariana. Ahí va, presurosa. Toma su bolso, se asegura de echarle un último vistazo a sus tarjetas, a su labial rojo que el otro le había chuleado, a su celular que el padre le había regalado, y a un par de medias extra, por si las que lleva puestas se le rompen. Sale corriendo, sube al coche rojo que combina con su labial, olvida su suéter. El frío puede esperar, pero salir del espejismo no, de algún modo todos quieren estar ahí sin volverse fantasmas.

Quiere alcanzarla, escucha que es Mariana. No puede. En lo que ella toma sus cosas para salir, él apenas puede ponerse de pie para dirigirse hacia donde ella corre. En su intento, un sujeto lo avienta. Es un muchacho que vende periódicos, los cuales van a dar al suelo. El joven, de no más de quince años, tiene los zapatos gastados, el derecho ya tiene un agujero. Mira los zapatos del joven, se percata de que él no tiene unos, siempre va a pie. El jovenzuelo recoge los periódicos con prisa, y sin decir una palabra se incorpora rápidamente a la vía para seguir su camino. Lo tiran al suelo sin verlo, él es un fantasma.

–¡Mariana, Mariana! –Esta vez lo grita en voz alta. Una mujer de sesenta años que vende frituras en la esquina de la calle escucha aquel murmullo, piensa que se trata de una especie de burla al joven del carro rojo que se lleva a Mariana. Ella ríe, entre sus frituras baratas, algunas caducadas, y observa huir al par de amantes que no se aman, como ella no ama vender frituras, por- que ahí nadie ama, todo es una ilusión vendida. Curiosa, voltea a buscar al burlón, pero no puede verlo. Él se mueve hacia el lugar de donde salió Mariana.

Es un café rústico. Bebidas calientes, recién hechas, alimentos importados, personal para atender, bandejas para impresionar y pláticas que nadie recuerda. Ve la silla donde Mariana estuvo sentada, ve su prenda olvidada. Llega a su olfato el olor a café caliente, pan recién horneado, su estómago cruje, lo ignora, lo importante es el suéter, el hermoso suéter rosa con simulaciones de perlas pegadas por doquier. Lo toma, nadie lo ve. Sale corriendo.

Se dirige a unas bancas públicas, se sienta a oler la prenda de Mariana, para recordarla, pues otra vez se ha ido. El suéter contrasta con él, porque es una sombra andante, tiene barba gris, cabello largo enredado en rastas, pelos grises que son canas y cabellos negros que tienen mugre pegada. Las bancas están frente a un hotel donde arriban vehículos traídos del aeropuerto. Es un hotel de varios pisos, fachada de vidrio y brillante bajo los rayos del sol. Aprovecha para hacer del baño, hace pipí, luego saca sus heces, sin bajarse el pantalón, sin dejar de ver el suéter rosa. Un grupo de adolescentes pasa caminando.

–¡Por dios, pero que apeste es este! –dice el más tierno mientras se tapa la nariz.

–Por aquí tiraron un perro muerto –le responde otra, que con su blusa de colegiala tapa su mentón. Los jóvenes siguen caminando y riendo, retoman su habitual cotorreo de camino a casa.

Él sabe que el olor es suyo, pero ya está acostumbrado. A donde va, las personas se quejan de su aroma, aunque no lo vean. Es curioso, su olor se percibe más que su imagen. De hecho, su imagen no molesta a nadie porque va bien con el paisaje de todo el espejismo. Es nada entre la nada. Pero su olor, ese olor es la textura del cuadro. A nadie le gusta la textura del cuadro si éste se vende por su imagen, sin necesidad de tocarlo. Todos ven el cuadro, todos pasan por el cuadro, pero nadie vive ahí, excepto los fantasmas como él.

Hay edificios, hay casas, hay vehículos, tiendas, muchas tiendas. Se vende de todo, se compra de todo. Hasta el tiempo tiene precio en ese espejismo, pero eso no aplica para él, porque mientras todos corren queriendo huir del espejismo, él yace ahí. Sentado en una banca, en medio de todo, con gran calma, se aferra al suéter de Mariana, pero no de su Mariana. En realidad, no se aferra al suéter, sino al recuerdo. Es lo único a lo que puede aferrarse, al menos por hoy, mientras la recuerda. Sabe que no tiene nada, por eso se queda sentado y quieto en esa banca. A diferencia del resto, tiene tiempo para vivir ese espejismo que nadie habita como él.


 


Foto tomada por Frida Sánchez[3]



[1] Publicado por primera vez en Nuveliel. Revista de literatura y humanidades. Año 3. Nro. 3, pp. 146-149.

[2] Originaria de Ciudad Nezahualcóyotl, México. Egresada de la Escuela de Escritores del Estado de México Juana de Asbaje. Ha realizado publicaciones en medios digitales: Blog Libropolis (UNAM); revistas, Ficcionales, Penumbria y Diversidades, Amarantine y El Narratorio.Instagram: @zuzietl_azu

[3] Escritora y periodista. Instagram: @elsasanchez684

Reseña sobre «Elogio de la ruina» de Jimmy Marroquín Lazo

 MARROQUÍN LAZO, JIMMY: ELOGIO DE LA RUINA.

AREQUIPA, LA TRAVESÍA EDITORA, 2018, 192 PP.[1]

 

 

Moisés Jiménez Carbajal[2]

 

 

En las palabras preliminares de su poesía reunida Elogio de la Ruina, Jimmy Marroquín Lazo afirma: “toda escritura es y será siempre una reescritura, los poemas son discursos que, si de algo han de jactarse, es de su transitoriedad o de su caducidad (…)”. Con estas palabras se intenta justificar una práctica común en esta clase de reediciones, la depuración y/o corrección de poemarios antes publicados. Surge así el dilema de las fuentes de lo escrito y lo reescrito: ¿Cómo debe proceder el comentarista ante el prejuicio del texto primero, ante sus huellas en lo reescrito y los indicios de ausencia o pervivencia en este nuevo libro? Los límites del comentario nos obligan a delimitar este problema. No nos atendremos a las primeras ediciones de los cuatro libros que componen esta Poesía reunida. Los efectos de este proceder son inmediatamente dos: la sensación de lo definitivo, es decir, la incierta certeza de estar frente al cuadro acabado de años de incesante proceso creativo; y la saludable ambigüedad de estar siempre –aún y sobre todo en las correcciones– ante el texto originario y su transitoriedad permanente.

Jimmy Marroquín (1970) nació y creó gran parte de su obra en la ciudad de Arequipa. Suele ubicársele temporalmente –a usanza de una mala costumbre– en la generación de los 90. Hecho que no implica que los problemas estéticos y sociales de esa época sean germen temático y formal de su obra. Al menos no desde la perspectiva simplista de una causalidad directa entre comunidad e individuo. Gran parte de la crítica de poesía peruana ha obviado que el poeta y su temperamento trabajan con palabras y no con bloques históricos. Las palabras y sus configuraciones poemáticas son hechos históricos, recrean una nueva perspectiva que cuestiona y transforma las historias (de una comunidad o tendencia artística) más visibles u oficiales. Siempre ha habido subversiones sociales y escisiones ideológicas –para confutar el prólogo de Juan Yufra a esta obra–, lo estimulante es saber cómo esta obra documenta las minúsculas novedades de un habla por esto singular. Este adjetivo es necesario. En Elogio de la ruina no estamos ante la gran obra que reúne y, aún más, que crea las variadas perspectivas y problemas de un momento históricofilosófico, estamos ante ese conjunto de obras que desde su sólida unidad hace visible los problemas técnicos y éticos de la existencia y la creación de un momento histórico. Los recrea y los ramifica aún más. Parafraseando mal el final del citado prólogo de Yufra: El que lee este libro corre un gran peligro. Cuidado, está a punto de volver una vez más.

La obra reúne cuatro conjuntos de poemas: Dinámica del fuego (1999), Teoría Angélica (2006), Antropología de la espuma (2008) y Apostillas del ser y del reflejo (2010). Elogio de la ruina evoca un poema del mismo nombre de Raúl Deustua, no es gratuito que la obra de Marroquín tenga similitudes estilísticas con una serie de poetas peruanos cuyos materiales suelen ser similares o los mismos. Decir que los poemas de Marroquín son poemas reflexivos o de pensamiento es inscribirlo en una gran imprecisión crítica. Fuera de lo complejo de crear una diferencia conceptual para este subgénero y, aún más, de reducir las singularidades de cada poema por mor del membrete, es posible identificar la diferencia de cada poema por el material que configura. El fuego, la relación entre la visión y lo visible, la luz, la armonía, lo angélico, el tedio, etc. son materiales cargados de ambiguos sentidos que abarcan, pero no agotan obras como las de Martín Adán, Juan Ojeda, Raúl Deustua en Perú, o Enrique Lihn o José Emilio Pacheco en Latinoamérica. Obviamente hay más, sin embargo, estos son poetas (no sé si Deustua) que Marroquín ha leído, se intuye con fervor.

La dialéctica de Dinámica del fuego no se repetirá en los otros libros, al menos de modo tan manifiesto. Cada poema presenta un modo en que la ubicuidad del fuego se hace presente. La ubicuidad de su voracidad, del fulgor eufórico de cada instante. “Fuego es el aire y fuego el tiempo que se instaura/ en la blanca preñez de la escritura”. Es significativa esta ubicuidad en su “Cuestionamiento a Heráclito” El hecho de que el rio y el rio de la vida transcurran en lo visible no implica una transformación esencial. Hay un cielo y un rostro que siempre arden. No se rebate a Heráclito, solo se lo cuestiona instau- rando la misma dialéctica que sin embargo él también propugnó. El fuego como sustancia primera y última. El mismo cielo y el mismo rostro destrizados por el escarbar del alma. Es una de las ideas más importantes del libro: la ética de la escritura consiste en escarbar esa mismidad del mundo, en el fuego que se encuentra y ha sido motivo y causa final de su propio encuentro.

Teoría angélica es un título engañoso o al menos irónico. El autor ha declarado que el libro fue motivado por la metáfora del ángel de la historia de W. Benjamin. Es cierto, tal vez fue incitado por esa idea, pero la teoría que aparenta desplegar el libro es un poco ajena a esa tesis benjaminiana. Más que el ángel de la historia es la metáfora del ángel de la melancolía la que se despliega en el texto. Dice Benjamin en su libro sobre el Trauerspiel: “su representación [la tristeza, el luto, la duda] no se halla dedicada ni al estado de sentimiento del poeta ni tampoco al del público, sino quizás de un sentir que se desliga del sujeto empírico mientras que se vincula interiormente a la plenitud de un objeto”[3]. El gran mérito de Teoría es mostrar cómo la dinámica del tedio y de la duda inviste una y otra vez esos objetos abstractos (la belleza, la hartura, la extrañeza, los sueños, etc.) que Benjamin hubiera llamado alegóricos, pero que en nuestro contexto –ajeno del todo al barroco cristiano– sería más adecuado llamar: motivos de reflexión o palabras fuente. Es significativo y altamente sugerente la forma en que la mirada melancólica del poeta insiste una y otra vez en configurar cuestiones irresueltas, cuestiones alrededor de temas ya vacíos o que se hacen notar vacíos. ¿Cómo hacer una elegía al gastado concepto de azar sin caer en una profunda ironía? Pero la ironía no sugiere una sonrisa, sugiere más bien cansancio. El “decidido antilirismo” del que hablaba Marroquín es un estado en la escritura y no una propuesta de escritura. “Mis manos poseen hartura de los enigmas: apenas vislumbran/ lo visible, lo sospechosamente visible/ y su zozobra vital no me es ajena”. “Ángel del hartazgo” es una imagen más inmediata, proviene del último escritor barroco de la literatura en español: Martín Adán.

Así también se nos muestran las ruinas. “Con harapos en los párpados, sin calma, sin sangre /van los pocos que en este mundo fuimos…”. Con la invisibilidad que devela la palabra. Quiero ser enfático en este punto, pues entender la diferencia entre el proyecto benjaminiano y la teoría angélica del libro de Marroquín acentuará el valor de su propuesta y/o estilo. La del poeta no es una reivindicación de las ruinas, no es un visibilizar las ruinas de la historia; es más bien un obrar con los restos despersonalizados de esas ruinas. Es el elogio de esas palabras derruidas que solo pueden verse del modo en que la historia lo dejó a sus ojos. Solo hay duda y no transformación. A esto alude el hartazgo de este singular poemario, a una imposibilidad dolorosa y hasta cierto punto tediosa.

Antropología de la espuma reafirma el temperamento del libro precedente. La mirada melancólica recrea una objetividad menos abstracta. Los referentes son más concretos. Se alude en general al hogar o al espacio exterior más íntimo: a la familia del hogar, a los objetos del hogar, a las pequeñas recurrencias en el hogar. La pregunta es retumbante: ¿Cómo habitar las ruinas de algo tan íntimo como el hogar a través de la distancia de la palabra, de la visión y del tacto? El título da indicios de una dialéctica que será insistente en el libro. La imagen permeable de la espuma se fija por mediación de su investidura humana. El hombre es lo que permanece hasta el punto de no estar en absoluto, salvo por su lejanía. El poeta, en el libro, permanece en el extrañamiento de cada objeto: “Esta es la casa abandonada: cada espacio, cada objeto, cada cosa/ irreconocibles, ajenos por el inclemente/ vigor de la carcoma/ se encaraman e interpelan…”. Desperdigados objetos que buscan la conjunción de una mirada única aquella que evoca la infancia en una fatigada voz que repite las mismas preguntas y afirmaciones que años de aparente experiencia y alejamiento han conferido. La pesantez paradójica de la espuma.

El último conjunto tal vez no lo he leído bien, tal vez obedezca a un capricho del autor.

Este no es un texto extraordinario como no lo es gran parte de proyectos poéticos actuales. Este es un texto que extraña lo ordinario, hace de su incapacidad épica un estilo del cansancio. Intuyo que la ruina obedece además de la experiencia devoradora del tiempo sobre la vida, a la experiencia devoradora de la reescritura sobre el texto. Recomiendo al lector una vez acabado el libro releer las “Palabras preliminares”; en la apelación del poeta a un lector imposible está el gesto de alguien que conoce muy bien la vacuidad y vanidad de sus materiales.


 


 



[1] Versión corregida. Reseña publicada por primera vez en Nuveliel. Revista de literatura y humanidades. Año 2. Nro 2, pp. 71-75.

[2] Estudió Literatura y Lingüística en la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa. Ha publicado Opalia (2019), Kazimir (2019), Réquiem (2022) y Papeles del dodo (Epilepsias) (2022).

[3] Benjamin, W. (2006). Obras, Libro I. Barcelona: Abado, p. 447.

Un poema de Rusvelt Nivia Castellanos

 

INVASIONES DEL DOLOR[1]

 

Rusvelt Nivia Castellanos[2]

 

 

Es el dolor es la constante amargura;
es el luto abierto es este desierto de
agujas. Es atravesar los senderos
de espinas sin pasión es la rastrera
degeneración; es comerse los alacranes
con furor es este arenal de las lloronas.
Sólo nacen los demonios con sus desquicios.
Aún se mueren los ángeles de alas mutiladas.
Sólo nacen los niños con sus defectos.
Es invadir la mente de cucarachas nocturnas;
es el dolor la absorbente recusación.
Es el horror es la rutina peligrosa;
es la cabeza destrozada es esta fosa de
calaveras. Es bajar las escaleras
del infierno con ansiedad es la bruta
desintegración; es beberse la sangre
con herrumbre es este vacío sin exposición.
Siempre están los malos con sus muertos.
No cesan de ahogarse las madres preciosas.
Siempre están los brujos con sus pecados.
Es invadir el espíritu de manías enfermas;
es el horror la inadecuada anomalía.
Es el error es la instantánea demencia;
es la caída horrenda es esta cárcel de
ratas. Es subir las montañas rojas
del fuego es esta tierra sin aguinaldos.
Tal vez las auroras aún no llueven.
Nunca se van las diosas de la luz.
Tal vez las lluvias aún no brillen.
Es invadir los ojos con agua sucia;
es el error la caída irreflexiva.
Es el dolor es la densa fantasmagoría;
es el día cerrado es este bosque de
sequías. Es abrir las flores negras
del jardín sin adoración es la pálida
prostitución; es chuparse los gusanos
sin ardor es este antro de las putas.
Solo caen suicidas, desde las casas viejas.
Aún se mueren los santos sin sus santas.
Sólo caen ebrios, desde las camas húmedas.
Es invadir el vicio con más angustia;
es la aberración la invasión del dolor.







[1] Publicado por primera vez en Nuveliel. Revista de literatura y humanidades. Año 2. Nro. 2, pp. 106-107.

[2] Rusvelt Julián Nívea Castellanos (Tolima, Colombia, 1986) estudió en la Universidad de Tolima y actualmente se desempeña como Comunicador social y periodista.


«La libertad del poeta». Ensayo de Edward Álvarez Yucra

 

LA LIBERTAD DEL POETA:
A PROPÓSITO DE UN ENSAYO DE ALFONSO REYES

 

[1]Edward Mosiah Álvarez Yucra

 

Describir la escritura de Alfonso Reyes resulta difícil. Podríamos señalar su variado uso del léxico, su compostura retórica o su desbordante sapiencia, pero no es lo mismo conocer los trucos del mago que aplicarlos con éxito. La pluma de este exponente mexicano se define por la actitud de un humanista a grandes rasgos, por lo que su prosa se plasma con erudición. A tenor de ello, la ambición de las siguientes líneas evoca solo en una fracción de su obra, un ensayo brevísimo de su libro La experiencia literaria (1952); me refiero a “Jacob o idea de la poesía”[2]. ¿Qué decir de este ensayo? Tal vez rescatar la concepción del oficio poético, en tanto consideremos recuperarlo con urgencia para el mundo artístico de hoy.

Reyes esboza perspicazmente las consignas que obedece un buen poeta, la analogía del pasaje bíblico se resume así: Jacob es al poeta, lo que la poesía al ángel. En este sentido, se narra la lucha de uno contra el otro para conseguir la obra realizada, pues en el relato del pentateuco la disputa es por una bendición. Nada más urgente por resaltar en estos tiempos donde la belleza del arte se diluye en conceptos y actos vacíos que privan al público de una experiencia estética y frenan su juicio con la indiferencia académica: “quién no sepa apreciar estas obras, absténgase de opinar”.

Escrito en 1933, las páginas del ensayo parten con la recapitulación de una polémica entre los poetas inclinados a la prosodia tradicional y las nuevas escuelas de vanguardia. Si bien Reyes increpa mayores defectos a la segunda, no deja de disentir de ambas: «Algo de confusión se desliza siempre en estas querellas». Naturalmente, emanciparnos de la tradición demanda conocerla a fondo, no es sano seguirla a rajatabla ni es sano arrogarse el don de volverla a crear desde cero. La clave radica en descubrir la libertad de la forma menos esperada, esa que conspira con algo más importante que la simple ausencia de coacción para el escritor; pues «el verdadero artista es el que se esclaviza a las más fuertes disciplinas».

Cierto, el temple del poeta es esencial en sus horas de escritura, pero eso no significa que puede descuidar la disciplina; la inspiración permanece irrealizable si no se encuentran los medios para ejercerla. Así pues, las musas se desvanecen como los sueños de una noche de antaño, se pierden en la memoria a falta de una técnica que las inmortalice; jamás sabríamos de Laura si Petrarca hubiese ignorado la tradición grecorromana, jamás sabríamos de Matilde si Neruda hubiese ignorado la poesía amorosa de Tagore. En efecto, no basta con tener grandes ideas, el arte requiere un dominio técnico y el conocimiento de la tradición brinda herramientas para consolidar obras tan originales como libres.

Queda claro: la libertad no es un fin en sí misma. En el caso de que lo fuese, cualquier cosa adquiriría valor artístico, por lo que Reyes atina al plantear otra analogía: jugar con el arte es jugar con fuego. «Y el fuego entregado a sí mismo, ya se sabe, solo consume. En cambio, el fuego con espuela y freno es motor de civilizaciones». De razón las obras contemporáneas adolecen de este rigor, de aquella libertad que persiste incompleta porque identifica también la imperfección humana. Nunca seremos completamente libres, sea por los demás, sea por las circunstancias, sea por uno mismo quién obstaculice el deseo y termine regresando al deber. Es entonces que la subjetividad puede sacrificarse para plasmar la condición humana o perderse en un narcisismo que exige reconocimiento pese a sus carencias. Lo relativo no tiene porqué ser antojadizo, verbigracia, la belleza de un film como The Room (2003) de Tommy Wiseau es incomparable con Unfaithful (2002) de Adrian Lyne.

Asimismo, Reyes resalta con una anécdota el yerro sutil de apreciar al autor por encima de la obra y no al revés; lo que devela el problema cuando enaltecemos la subjetividad del artista:

 

Gabriel Alomar, en un rapto de impaciencia contra el exceso de preocupaciones formales, comenzó a decir:

–El terceto, cuya única justificación es Dante…

Y Eugenio d´Ors vino a atajarle suavemente:

–Al contrario, querido Alomar: Dante, cuya justificación es el terceto…

 

El nombre cobra trascendencia por esas obras concebidas a costa de tiempo, dedicación, conocimiento, sensibilidad, temperamento… Canalizar los elementos para la catarsis va más lejos que solo confesar estados de ánimo o incurrir en ideologías, el reto está en hallar la simetría, la cadencia; y no puede ser para menos, si todo hombre es juzgado por sus obras, ¿por qué el artista sería la excepción? Con mayor razón si lo vemos como el ensayista mexicano, es decir, como una batalla contra lo inefable, una que parece perdida al solo mirar al oponente. De ahí la disputa constante en la que se bate el poeta, el enfrentamiento entre lo mortal y lo inmortal, lo real y lo irreal, la utilidad y la inutilidad; es una lucha que vale cada segundo, puesto que la causa es la libertad. Aunque imperfecta, la libertad dignifica al poeta.

Finalicemos citando la conclusión que le da el título al texto de Reyes, quizá hoy más que nunca requerimos de su tono crítico, así como de su erudición: «El arte es una continua victoria de la conciencia sobre el caos de las realidades exteriores. Lucha con lo inefable: “combate de Jacob con el ángel”, lo hemos llamado».

 

 


Alfonso Reyes[3]



[1] Es Bachiller en Literatura y Lingüística por la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa y director de la revista Nuveliel. Obtuvo el primer lugar en los Juegos Florales de la misma universidad en la categoría de Ensayo (2018). Ha participado como ponente en diversos eventos académicos tanto a nivel nacional como internacional. Asimismo, ha colaborado con ensayos y reseñas en diferentes revistas y plataformas virtuales. Actualmente cursa la Maestría en Humanidades de la Universidad Católica San Pablo.

[2] Reyes, A. (1952). “Jacob o idea de la poesía”. En: La experiencia literaria. Buenos Aires: Losada, pp. 91-94.

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