martes, 18 de noviembre de 2025

«Festival de la mora azul». Un cuento de Angélica Salazar Lazo

 

FESTIVAL DE LA MORA AZUL[1]

 


Angélica Salazar Lazo[2]







 

Iba con Irene manejando de noche, habíamos hecho un recorrido impulsivo más allá de las chacras, nos habíamos perdido en una carretera inacabable y ella empezaba a temblar. Yo la había obligado a tomar ese viaje y el tormento de que todo haya sido mi culpa me mortificaba un poco. Ella me dijo para llenar el tanque, para buscar un mapa, para esperar a que se hiciera de día. La única voz de la razón yacía a mi lado con el gesto contraído y los muslos inquietos. Yo por mi cuenta, quería ignorar que empezaba a sentir sueño, cuando un lejano ruido de música nos sacó de nuestro silencio de sepulcro.

—¿Será de una fiesta?

Nuestra situación era desesperada. Salí de la carretera y manejé sobre la trocha hasta ver un atisbo de luz.

—No tiene sentido —musitaba ella—, estamos en medio de la nada.

Lentamente se nos develó una carpa blanca e inmensa, estacionamos junto a algunos otros vehículos.

—¿Por qué? —preguntaba muy incómoda— ¿Qué hace una fiesta aquí?

—Deben ser unos gitanos.

—Pero mira, el piso está asfaltado...

Asomó a la entrada una pareja elegante. Ambos ataviados en prendas lujosas y apompadas. El vestido de ella era verde y muy brillante, esta mujer reparó en nosotros, sorprendida.

—Vaya, ¿son invitados?

—No, no. Perdonen la intrusión. Solo nos hemos perdido.

—Queríamos saber si saben de algún lugar donde podamos...

Una risa refinada emergió de la mujer que se tapaba el rostro con su guantecito.

—Entiendo, señores, su fiesta es por ahí.

Y apuntó detrás de la carpa. Su acompañante se quejó y ella lo tomó del brazo para alejarse, ambos se despidieron cordialmente. Caminamos rodeando la extensión de ese domo, la mano de Irene no paraba de sudar y yo intentaba calmarla diciéndole que la gente adinerada tiende a hacer las cosas más extrañas.

Al dar la vuelta encontramos una fiesta normal. Habían enredado un cordón de focos blancos entre los árboles y apilaban bidones de vino, la gente bailaba a ritmos de bajo y se embriagaba gustosa. Buscando con quién hablar, encontramos a un muchacho de mirada somnolienta.

—Disculpa ¿Sabes si hay un hotel por aquí cerca?

—¿De qué hablas? ¿Cómo va a haber uno?

—Si hay una fiesta, pensamos que quizá...

—¡Pasen la noche aquí! Siéntanse cómodos, el Festival es para todos.

—¿Festival?

—¡El Festival de la Mora Azul, desde luego! nos reunimos junto al acantilado a beber y bailar.

Mientras él seguía hablando, Irene me jaló del brazo para comprobar lo que decía. Ambos nos petrificamos al notar que estaban al lado, escandalosamente cerca, de un abismo negro y absoluto.

—¿Por qué? —repetía Irene, quien ya no disimulaba su pánico.

—¡Es gente rara y ya! Tú tranquila, has visto que podemos quedarnos. Mira, estaremos aquí un rato y luego volveremos a dormir al carro. Para mañana alguien nos indicará la ruta. Ya viste lo amables que son.

—No lo sé...

—Anda, ven. Mira, hay bocadillos.

Pasteles, gelatinas, cócteles, sánguches o incluso tazones llenos de moras, absolutamente todo era de moras. Tenían un sabor tan foráneo como delicioso.

—Es extraño —dijo ella con la boca llena, aún deleitada de su bocanada—. Las moras ni siquiera crecen en este país.

—Empiezo a pensar que hemos viajado a otra dimensión, ¿sabes? Como que podría aparecer un elefante de la nada y no me sorprendería.

Ambos miramos hacia la dirección a la que señalé aleatoriamente, el elefante no aparecía.

—Chicos, sería bueno que se presentaran con el coronel —el muchacho con el que habíamos hablado volvía a acercarse, canturreando.

—¿Cuál coronel?

—Coronel Sanders, es el creador de este evento. Sí, tiene un nombre repetido. Nada tiene de coronel, en realidad.

Se perdió entre la muchedumbre y decidimos seguirlo, íbamos empujando gente abstraída en su baile mientras contemplábamos las guirnaldas regadas por el suelo. Los bailarines excéntricos se regocijaban en el centro, los malhumorados se entretenían caminando en grupos. Pronto llegamos ante una silla, y en ella, el único hombre sentado de todo el lugar. Después de rodearlo, pues nos estaba dando la espalda, notamos que en realidad era un anciano de pantalones grises y chaleco de lana. Nos miró sonriente y se puso de pie.

—¿Cómo la están pasando?

—Muy bien —apresuró Irene, se notaba que algo en la actitud o el aspecto de ese anciano la había tranquilizado mucho—, este festival es hermoso.

—¡Oh, hermoso! —el señor soltó unas risotadas carismáticas— ¿Cómo se llaman?

—Isaac e Irene, señor.

—¡Un gusto! —y nos estrechó las manos— Siéntanse cómodos, pronto traerán muchos litros de nuestro exquisito té de moras.

—¡Genial! ¿Y por qué todo es de moras? —inquirió Irene.

Al coronel se le ensombreció el gesto por un instante casi imperceptible, Irene no lo notó pero a mí me provocó un espasmo de miedo. Al segundo espabiló y respondió sonriente.

—¿Yo qué sé? ¡Es lo que hay!

            —¿Y por qué…

—Soy un viejo egoísta, no ha habido una sola ocasión en que no hiciera el festival para mí mismo. Hace muchos años vine y encendí una radio a pilas. Cuando me di cuenta, la gente iba llegando porque escuchaba la música desde la carretera. Les gustó el lugar e incluso lo decoraron como lo ven ahora. ¿Increíble, no?

—¿Y nadie se ha caído del acantilado? —pregunté, aún cuando era claro que no quería saber eso.

—Oh, sí, a veces pasa. Mi esposa, por ejemplo —y miró hacia abajo— pero ella se cayó mucho antes y yo solo venía a recordarla. Todas estas canciones que aún suenan le gustaban mucho. A veces siento que bailo con ella, yo de este lado, ella allí abajo. ¡No se apiaden! —añadió al instante— Si vamos a hablar de sentir lástima por el otro, entonces todos deberíamos compadecernos de haber venido a parar aquí.

—¿Qué es de esa carpa de allá?

—¡Ah! —hizo un gesto de ahuyentar una mosca con el antebrazo— Los novicios. No les presten atención, son muy aburridos. También les atrajo la música, pero vinieron con maquinarias y orquestas para tener su propia versión del festival. Una que los tenga más tranquilos, imagino. ¡Oh, llegó el té!

Y el coronel los abandonó para recibir alegremente a otros ancianos. Desapareció detrás de una ronda de baile que se iba formando de a pocos, la gente se tomaba de las manos y giraba armando un gran círculo. Irene reía mientras corría a incorporarse, y de repente se me dificultó distinguir a mi propia novia en medio de esa enorme figura de elipse, demasiado infantil para ser mórbida. Mientras me sentía mareado solo de verlos, tuve que reconocer que todo eso no era más que la celebración de muchas personas tranquilas y felices.

—¿Por qué no te uniste? —dijo después jadeando, ventilándose con la mano.

—No se me había ocurrido, debe ser por el sueño. Descuida, me gustó verte.

—¿Quieres que vayamos a dormir?

Se sujetó de mí mientras retornábamos al carro. Luego nos acostamos ahí, acurrucados, bastante contentos.

—Perdona, —le dije— no sé a dónde te he traído.

—Y está bien —me respondió con dulzura—. Me gusta mucho este lugar. El coronel me recuerda a mi abuelo. Y a pesar de todo el jolgorio, veo tanta paz... ¿No sientes como si el abismo se estuviera tragando todo lo malvado y nos dejara solos, expuestos, reales?

—Es una interpretación muy optimista —objeté, negando que yo también lo reconocía—. pero si así lo sientes, entonces está bien.

—Si yo me muriera, ¿vendrías a relegar al coronel?

Me quedé helado.

—¿Cómo puedes pensar en eso?

—Es solo curiosidad. Si por alguna razón me lanzara al abismo, ¿vendrías a poner mis canciones favoritas y a acompañarme?

—¡Sí, claro que lo haría!

Y bruscamente cerré los ojos. Algo en ella había cambiado en esta fiesta. Solo en ese momento entendí que teníamos que salir de ahí cuanto antes.

Tras la ventana caminó el elefante, pisoteando las moras en estallidos viscerales. No había forma de que yo me pudiera quedar dormido.









[1] Publicado por primera vez en Onírico Naranja (2024). Arequipa: Parque Vacío Ediciones, pp. 55-61.

[2] Angélica Salazar Lazo nació el 15 de agosto del 2001 en una casita de puerto, semanas después empezó a radicar en Arequipa, se embadurnó en la tradición chacarera y se acogió al seno de la cultura andina de los suburbios. Debido a enfermedades diversas y desde muy niña, vivió tres operaciones quirúrgicas que la acercaron a la experiencia del delirio y del dolor, las cuales haría patentes en su primer libro Onírico Naranja, publicado el 2024. Actualmente estudia Literatura en la Universidad Nacional de San Agustín, dirigió dos negocios de importación y venta de papelería y es partícipe de varios proyectos de protección, difusión e interpretación de la cultura, siendo uno de ellos el club de lectura y podcast Arrebol. También es parte de la editorial El Pasto Verde Records. Su afinidad al feminismo surgió de un preocupante desprecio a la suerte de su género y una frustración constante que, en dado momento, afloró como la crítica acérrima, ambigua y desdichada que desprende su más reciente obra.

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