FESTIVAL DE LA MORA AZUL[1]
Angélica Salazar Lazo[2]
Iba
con Irene manejando de noche, habíamos hecho un recorrido impulsivo más allá de
las chacras, nos habíamos perdido en una carretera inacabable y ella empezaba a
temblar. Yo la había obligado a tomar ese viaje y el tormento de que todo haya
sido mi culpa me mortificaba un poco. Ella me dijo para llenar el tanque, para
buscar un mapa, para esperar a que se hiciera de día. La única voz de la razón
yacía a mi lado con el gesto contraído y los muslos inquietos. Yo por mi
cuenta, quería ignorar que empezaba a sentir sueño, cuando un lejano ruido de
música nos sacó de nuestro silencio de sepulcro.
—¿Será
de una fiesta?
Nuestra
situación era desesperada. Salí de la carretera y manejé sobre la trocha hasta
ver un atisbo de luz.
—No
tiene sentido —musitaba ella—, estamos en medio de la nada.
Lentamente
se nos develó una carpa blanca e inmensa, estacionamos junto a algunos otros
vehículos.
—¿Por
qué? —preguntaba muy incómoda— ¿Qué hace una fiesta aquí?
—Deben
ser unos gitanos.
—Pero
mira, el piso está asfaltado...
Asomó
a la entrada una pareja elegante. Ambos ataviados en prendas lujosas y
apompadas. El vestido de ella era verde y muy brillante, esta mujer reparó en
nosotros, sorprendida.
—Vaya,
¿son invitados?
—No,
no. Perdonen la intrusión. Solo nos hemos perdido.
—Queríamos
saber si saben de algún lugar donde podamos...
Una
risa refinada emergió de la mujer que se tapaba el rostro con su guantecito.
—Entiendo,
señores, su fiesta es por ahí.
Y
apuntó detrás de la carpa. Su acompañante se quejó y ella lo tomó del brazo
para alejarse, ambos se despidieron cordialmente. Caminamos rodeando la
extensión de ese domo, la mano de Irene no paraba de sudar y yo intentaba
calmarla diciéndole que la gente adinerada tiende a hacer las cosas más
extrañas.
Al
dar la vuelta encontramos una fiesta normal. Habían enredado un cordón de focos
blancos entre los árboles y apilaban bidones de vino, la gente bailaba a ritmos
de bajo y se embriagaba gustosa. Buscando con quién hablar, encontramos a un
muchacho de mirada somnolienta.
—Disculpa
¿Sabes si hay un hotel por aquí cerca?
—¿De
qué hablas? ¿Cómo va a haber uno?
—Si
hay una fiesta, pensamos que quizá...
—¡Pasen
la noche aquí! Siéntanse cómodos, el Festival es para todos.
—¿Festival?
—¡El
Festival de la Mora Azul, desde luego! nos reunimos junto al acantilado a beber
y bailar.
Mientras
él seguía hablando, Irene me jaló del brazo para comprobar lo que decía. Ambos
nos petrificamos al notar que estaban al lado, escandalosamente cerca, de un
abismo negro y absoluto.
—¿Por
qué? —repetía Irene, quien ya no disimulaba su pánico.
—¡Es gente rara y ya! Tú tranquila,
has visto que podemos quedarnos. Mira, estaremos aquí un rato y luego
volveremos a dormir al carro. Para mañana alguien nos indicará la ruta. Ya
viste lo amables que son.
—No
lo sé...
—Anda,
ven. Mira, hay bocadillos.
Pasteles,
gelatinas, cócteles, sánguches o incluso tazones llenos de moras, absolutamente
todo era de moras. Tenían un sabor tan foráneo como delicioso.
—Es
extraño —dijo ella con la boca llena, aún deleitada de su bocanada—. Las moras
ni siquiera crecen en este país.
—Empiezo
a pensar que hemos viajado a otra dimensión, ¿sabes? Como que podría aparecer
un elefante de la nada y no me sorprendería.
Ambos
miramos hacia la dirección a la que señalé aleatoriamente, el elefante no
aparecía.
—Chicos,
sería bueno que se presentaran con el coronel —el muchacho con el que habíamos
hablado volvía a acercarse, canturreando.
—¿Cuál
coronel?
—Coronel
Sanders, es el creador de este evento. Sí, tiene un nombre repetido. Nada tiene
de coronel, en realidad.
Se
perdió entre la muchedumbre y decidimos seguirlo, íbamos empujando gente
abstraída en su baile mientras contemplábamos las guirnaldas regadas por el
suelo. Los bailarines excéntricos se regocijaban en el centro, los malhumorados
se entretenían caminando en grupos. Pronto llegamos ante una silla, y en ella,
el único hombre sentado de todo el lugar. Después de rodearlo, pues nos estaba
dando la espalda, notamos que en realidad era un anciano de pantalones grises y
chaleco de lana. Nos miró sonriente y se puso de pie.
—¿Cómo
la están pasando?
—Muy
bien —apresuró Irene, se notaba que algo en la actitud o el aspecto de ese
anciano la había tranquilizado mucho—, este festival es hermoso.
—¡Oh,
hermoso! —el señor soltó unas risotadas carismáticas— ¿Cómo se llaman?
—Isaac
e Irene, señor.
—¡Un
gusto! —y nos estrechó las manos— Siéntanse cómodos, pronto traerán muchos
litros de nuestro exquisito té de moras.
—¡Genial!
¿Y por qué todo es de moras? —inquirió Irene.
Al
coronel se le ensombreció el gesto por un instante casi imperceptible, Irene no
lo notó pero a mí me provocó un espasmo de miedo. Al segundo espabiló y
respondió sonriente.
—¿Yo
qué sé? ¡Es lo que hay!
—¿Y
por qué…
—Soy
un viejo egoísta, no ha habido una sola ocasión en que no hiciera el festival
para mí mismo. Hace muchos años vine y encendí una radio a pilas. Cuando me di
cuenta, la gente iba llegando porque escuchaba la música desde la carretera.
Les gustó el lugar e incluso lo decoraron como lo ven ahora. ¿Increíble, no?
—¿Y
nadie se ha caído del acantilado? —pregunté, aún cuando era claro que no quería
saber eso.
—Oh,
sí, a veces pasa. Mi esposa, por ejemplo —y miró hacia abajo— pero ella se cayó
mucho antes y yo solo venía a recordarla. Todas estas canciones que aún suenan
le gustaban mucho. A veces siento que bailo con ella, yo de este lado, ella
allí abajo. ¡No se apiaden! —añadió al instante— Si vamos a hablar de sentir
lástima por el otro, entonces todos deberíamos compadecernos de haber venido a
parar aquí.
—¿Qué
es de esa carpa de allá?
—¡Ah!
—hizo un gesto de ahuyentar una mosca con el antebrazo— Los novicios. No les
presten atención, son muy aburridos. También les atrajo la música, pero
vinieron con maquinarias y orquestas para tener su propia versión del festival.
Una que los tenga más tranquilos, imagino. ¡Oh, llegó el té!
Y
el coronel los abandonó para recibir alegremente a otros ancianos. Desapareció
detrás de una ronda de baile que se iba formando de a pocos, la gente se tomaba
de las manos y giraba armando un gran círculo. Irene reía mientras corría a
incorporarse, y de repente se me dificultó distinguir a mi propia novia en
medio de esa enorme figura de elipse, demasiado infantil para ser mórbida.
Mientras me sentía mareado solo de verlos, tuve que reconocer que todo eso no
era más que la celebración de muchas personas tranquilas y felices.
—¿Por
qué no te uniste? —dijo después jadeando, ventilándose con la mano.
—No
se me había ocurrido, debe ser por el sueño. Descuida, me gustó verte.
—¿Quieres
que vayamos a dormir?
Se
sujetó de mí mientras retornábamos al carro. Luego nos acostamos ahí,
acurrucados, bastante contentos.
—Perdona,
—le dije— no sé a dónde te he traído.
—Y
está bien —me respondió con dulzura—. Me gusta mucho este lugar. El coronel me
recuerda a mi abuelo. Y a pesar de todo el jolgorio, veo tanta paz... ¿No
sientes como si el abismo se estuviera tragando todo lo malvado y nos dejara
solos, expuestos, reales?
—Es
una interpretación muy optimista —objeté, negando que yo también lo reconocía—.
pero si así lo sientes, entonces está bien.
—Si
yo me muriera, ¿vendrías a relegar al coronel?
Me
quedé helado.
—¿Cómo
puedes pensar en eso?
—Es
solo curiosidad. Si por alguna razón me lanzara al abismo, ¿vendrías a poner
mis canciones favoritas y a acompañarme?
—¡Sí,
claro que lo haría!
Y
bruscamente cerré los ojos. Algo en ella había cambiado en esta fiesta. Solo en
ese momento entendí que teníamos que salir de ahí cuanto antes.
Tras
la ventana caminó el elefante, pisoteando las moras en estallidos viscerales. No
había forma de que yo me pudiera quedar dormido.
[1] Publicado por primera vez
en Onírico Naranja (2024). Arequipa: Parque
Vacío Ediciones, pp. 55-61.
[2] Angélica Salazar Lazo
nació el 15 de agosto del 2001 en una casita de puerto, semanas después empezó
a radicar en Arequipa, se embadurnó en la tradición chacarera y se acogió al
seno de la cultura andina de los suburbios. Debido a enfermedades diversas y
desde muy niña, vivió tres operaciones quirúrgicas que la acercaron a la
experiencia del delirio y del dolor, las cuales haría patentes en su primer
libro Onírico Naranja, publicado el
2024. Actualmente estudia Literatura en la Universidad Nacional de San Agustín,
dirigió dos negocios de importación y venta de papelería y es partícipe de
varios proyectos de protección, difusión e interpretación de la cultura, siendo
uno de ellos el club de lectura y podcast Arrebol. También es parte de la
editorial El Pasto Verde Records. Su afinidad al feminismo surgió de un
preocupante desprecio a la suerte de su género y una frustración constante que,
en dado momento, afloró como la crítica acérrima, ambigua y desdichada que
desprende su más reciente obra.

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