HISTORIAS DE UNA BIOGRAFÍA FICTICIA
[Entrevista
a Orlando Mazeyra[1]
sobre su libro El mar que nos espera]
Por Edward Álvarez Yucra
En una entrevista que te hizo Jorge Malpartida Tabuchi el año anterior, mencionaste que, de entrar al mundo de la novela, te gustaría hacerlo como Edgardo Rivera Martínez y su famosa novela País de Jauja (1993); con esa sencillez, claridad y belleza que admiras de aquella obra. ¿Dirías que lo has logrado con El mar que nos espera?
País de Jauja de Rivera Martínez me parece una novela total. Creo que estoy todavía muy lejos de conseguir algo de semejante envergadura. Sin embargo, he intentado con sencillez, claridad y ―ojalá― con belleza, contar una historia que tiene muchas historias. Quiero agregar que, al momento de escribir El mar que nos espera, no me he comparado ni he tomado como modelo a algún autor o autora, sino que he rendido un homenaje ―corrijo, varios homenajes― a todos los que, de alguna u otra manera, me han enseñado a narrar. Por ejemplo: Leonardo Padura, Michael Cunningham, Lucia Berlin, Clarice Lispector, Javier Cercas, Edmundo de los Ríos y, obviamente, Oswaldo Reynoso y Mario Vargas Llosa.
¿Por qué prefieres esa expresión diáfana, esa belleza más comprensible y no una de lenguaje barroco o una al estilo novelístico de James Joyce?
Porque me seduce ―me sigue seduciendo― el estilo seco y directo, es decir, minimalista, que he aprendido de autores como Raymond Carver, Ernest Hemingway, Charles Bukowski, Richard Ford, entre otros.
También has mencionado en una entrevista para Lima gris que tu novela es, en realidad, una antinovela. Entiendo que esto responde a la estructura tan fragmentada y al orden de las historias como si fueran cajas chinas. Por un momento estamos en un relato con tintes de suspenso policial y sobrenatural, pero luego ingresamos a lo que podría ser una suerte de mundo real, donde el personaje central es el escritor, quien conecta todas las historias habiéndolas creado o habiéndolas vivido. ¿Te sientes muy cómodo en este estilo narrativo? ¿Piensas, en algún momento, escribir una novela con una estructura más clásica o convencional?
Creo, como Javier Cercas, que la novela es un género degenerado y que la única regla para escribir una es que no hay reglas. Es decir, cada uno establece sus propias reglas. Oswaldo Reynoso me hablaba de una pulsión interior y agregaba que la creación es una especie de goce fáustico personalísimo. A la hora de escribir no suelo guiarme por las convenciones, pues huyo de ellas como de la peste. Creo que no escribo cuentos a secas, sino «articuentos», como Juan José Millás, a quien también admiro desde hace varios años. Lo mismo aplica para mi novela El mar que nos espera y, seguramente, para las próximas que escriba. Aunque, la ficción es como la vida, es decir, uno nunca sabe.
¿Te parece que no has podido distanciarte de tu faceta de cuentista al hacer esta novela? ¿Te consideras más cuentista que novelista?
Me parece que la novela que he escrito es como una muñeca rusa o un cajón de sastre: hay una nouvelle, hay cartas, correos electrónicos, leyendas urbanas, reseñas literarias, entrevistas y, además, otro libro que trae relatos. Sería más preciso decir que en mi novela hay espacio para mis relatos autobiográficos. He publicado más libros de relatos breves, algunos de ellos se podrían leer como novelas episódicas… eso ya depende de cada lector. Si alguien me dice que no es mi primera novela, quizá tenga razón.
Creo que eres un cuentista disfrazado de cronista.
Yo soy un contador de historias a secas. No me interesa ser cuentista, cronista o novelista, sino simplemente contar historias.
Orlando Mazeyra con Alberto Fuget
Lo primero que me viene a la mente con el símbolo del mar es la vida y uno de los capítulos que engloba la novela titula «Aprender a nadar, aprender a sanar». Y, además, recuerdo el epígrafe de Bruce D. Perry que colocaste al principio del libro y la explicación que le diste a Tabuchi este año sobre la necesidad de revisitar las ruinas de la infancia o el pasado personal para alcanzar esa sanación. ¿Piensas que sanar es un proceso abierto y constante? ¿Uno nunca termina de sanar? ¿Es por eso que el mar nos espera y nos seguirá esperando siempre?
Yo, desde hace un buen tiempo, hago terapia de grupo y estoy convencido de que uno nunca termina de sanar: pienso, como bien señalas, que se trata de un proceso abierto y constante. Y estoy hablando de las heridas interiores o las heridas del alma que uno tiene que reconocer y explorar a la hora de escribir, como recomienda el escritor turco Orhan Pamuk. El mar puede ser un infierno o un paraíso, un punto de llegada o de partida. Revisito el mar de Mollendo, donde Reynoso se reconoció como un ateo sexual y también el mar de Camaná, donde el niño Marito fue picado por un cangrejo. Mollendo y Camaná, por distintas razones, son fundamentales en mi formación sentimental.
Además, en la novela se habla mucho de la ficción narrativa y de la ficción audiovisual. Te pongo un ejemplo: no soy un gran lector de Stephen King. He leído Mientras escribo (2000) para tomar nota de sus consejos literarios y ojear algunas de sus novelas. Sin embargo, no me pierdo las adaptaciones cinematográficas sobre su obra: Cementerio de mascotas (1989), El resplandor (1980), It (1990), La niebla (2007), Cuenta conmigo (1986) y, sobre todo, Sueños de fuga (1994); The Shawshank Redemption en inglés: muchas escenas de esa película se han impregnado en mi memoria y me han ayudado a escribir libros tan distintos como La prosperidad reclusa (2009), Mi familia y otras miserias (2013) ―donde aparece el germen de mi último libro, una historia brevísima titulada «Elvis y el mar», esto lo notó el agudo lector y excelente escritor Álex Rivera de los Ríos― y El mar que nos espera.
Imagino que sí, después de todo, la narrativa es tan afín a la cinematografía como la poesía lo es a la música. Y me sorprende que hables de los filmes que han adaptado de King, ya que has mencionado en otras ocasiones que te fascinaron películas como El padrino (1972) de Coppola y Todo sobre mi madre (1999) de Almodóvar. A tu modo de ver, ¿qué le aporta el cine a un narrador? ¿Cómo encuentras esos puntos análogos entre la palabra y la imagen audiovisual cuando recibes esa influencia de un arte externo a la escritura?
Mira, El padrino para mí es como la Biblia (1455): encuentras todo y para todos. Es la mejor película de todos los tiempos y punto. En lo que se refiere a series me quedo con Breaking Bad (2008) y Los Soprano (1999), entendiendo que la primera es una hija de la segunda. Almodóvar es otro artista que me ha cambiado la vida y me ha influenciado en mi visión melodramática de la existencia. Carlos Caballero ha dicho que escribí El mar que nos espera de una forma que sería muy fácil llevarla al cine. Algo de eso he intentado: es mi primera novela, pero también mi primera «película». La he rodado en mi mente, por supuesto. La experiencia es intransferible. Única como las películas de Bergman.
Retomando un poco la idea de la sanación. No dejo de notar que suena a escritura terapéutica, pero no me sorprendería, en el fondo, que se plantee así. Juan Manuel Robles dijo en la presentación de El niño de la arboleda (2021) que dosificas lo patético y lo tierno, y que produces un encanto que evita lindar con la lástima. Eso me hace pensar que hay respiros de esperanza, un lado enternecedor que conviene con esta terapia escritural. Y, en vista de que, para ti, la literatura es un modo de vengarte de la realidad, de transformarla; ¿crees que la terapia es parte de la venganza? ¿La sanación coincide con esta transformación de la realidad?
La sanación cabal siempre es esquiva. La ficción, en mi caso, suplanta a la biografía, se apodera de ella.
Entre los personajes, vuelve a figurar el nombre de Micaela, aquella musa tan evocada en varios de tus relatos; pero esta vez es una disrupción entre el protagonista y su pareja. ¿Te parece que esta musa ya llegó a su límite? ¿La volveremos a ver nuevamente? ¿O acaso ya ha cumplido con su deber?
Ese personaje aparece en el anexo titulado «Dos años en medio del infinito», que evoca los años de la pandemia del covid-19 y parece ser un encargo del personaje Orlando Mazeyra Guillén para Octavio Mayorga Gutiérrez; quien lea la novela, me entenderá, porque me refiero a un juego de espejos. Micaela es una creatura muy recurrente en mis libros y no tiene un correlato con la realidad real. Hace mucho cumplió con su deber.
¿Qué otras musas prevalecen o llegarán posteriormente?
Las únicas mujeres que prevalecen son mi hija, su madre, mi madre y mis hermanas. Hay un personaje muy llamativo que ha asomado desde el fin de la pandemia: se llama Nancy y aparecerá seguramente en mi próximo libro.
Otra vez aparece el tema de la familia, tan trascendental en tus libros, pero me llama la atención el capítulo que lleva por título «El secreto de un ancestro». Ahí es cuando citas a Hemingway, quién afirma que un libro terminado es como un león muerto. A mi modo de ver, perfilas un punto crucial de tu escritura porque también sucede que la voz de un antepasado, en ese mismo capítulo, confiesa que es como un león muerto. Sin embargo, tú corregiste a Hemingway en la entrevista de este año que tuviste con Tabuchi y dijiste que un libro terminado es como un león dormido; por lo que entiendo que la memoria no se detiene, el pasado personal exige revisitarse y esa es la pulsión de la escritura íntima; es la que despierta al león para ahondar en las riquezas y las miserias que familiarizan a uno mismo.
Quisiera citar a Martin Scorsese citando a William Faulkner: «El pasado nunca muere, ni siquiera es pasado». Y citar también al narrador de la novela Historia de Mayta (1984), que es otro manual para escribir ficciones: «Lo que no queda en la memoria no sirve para la ficción». El pasado es un cantera formidable con sus atrocidades y bellezas, con sus días chatos y con sus jornadas inolvidables. Yo soy el resultado de aciertos y errores de muchas generaciones. No me cabe la menor duda: cuando veo a mi hija, veo también a mi abuelo César Augusto Mazeyra, veo a mis padres y también a mis hermanos. Creo que también escribo para sanar a mi niño interior —Rilke dijo que la verdadera patria del hombre es la infancia—, para hacer las paces con mis demonios o fantasmas, para poder amar a mi hija. No para darle lo que yo no tuve, sino para darme por entero como lo hago cuando escribo. Y cuando escribo abro puertas, vuelvo a lugares, momentos, presencias. Lo explica mejor Fito Páez en «Brillante sobre el mic» (1992).
Sí, es una canción muy bella que recuerdo con nostalgia. Me haces pensar en otro tema de Páez: «El amor después del amor» (1992), y lo recuerdo por lo que has dicho sobre tu hija. ¿Cómo concibes el amor en tu narrativa? En una entrevista para El Búho, afirmaste que el amor en exceso puede hacer daño.
El amor es el punto de partida para todo: el amor a la vida, el amor a mi equipo de fútbol, el amor a mi hija, a mi novia, a las historias… «El amor después del amor» es una melodía que me remite a mi hija y a su madre… y el exceso de amor me remite a mi mamá. El amor también invita a la gratitud: sin mi padre no sería hincha del Melgar, sin mi hermana nunca hubiera leído a Benedetti, Carlos Fuentes, Vargas Llosa, Reynoso, Reinaldo Arenas y… ¡hasta Paulo Coelho!
«Apéndice I: Recepción de la crítica y la prensa» sirve como nexo entre las historias y comprende dos reseñas y una entrevista que parecieran ir más allá de la ficción. ¿Por qué te animaste a usar estos elementos periodísticos? ¿Simplemente deseabas crear ilusiones de realidad? ¿O era una forma de sorprender al lector?
La crítica
literaria arequipeña es un páramo y, como mi novela es arequipeña en el mejor ―y
quizá también en el peor― de los sentidos, tenía que reflejar algo de
eso: los lugares comunes, los elogios
típicos ―y a veces programados― y las lecturas que nada
tienen que ver con lo que el autor pudo imaginar. También es un homenaje a
aquellos autores que escriben, publican y no reciben ni una sola reseña, ni un
comentario positivo en alguna red social o gacetilla literaria. Sabemos quiénes
acaparan la crítica libresca de los grandes medios y también de qué editoriales
estamos hablando. Mi novela tiene, en su interior, una novela titulada «Pacto con el diablo» de Tadeo Urioste Goyeneche, una película llamada «La
verdadera historia del Degolladito de Las Cuevas» de Ulises Peña Bastidas, otra novela homónima, es decir, «El mar que nos espera» de Octavio Mayorga Gutiérrez y, un bonus
track, el siguiente libro del autor: «Dos años en medio del
infinito». En ese aspecto, si me lo
permites, sí podría decir que la intención era totalizante: abarcar la realidad
real, intentar apresarla: el germen de un libro, su escritura, su publicación,
su versión cinematográfica, la repercusión ―tanto del libro como de la
película― y la aparición de la siguiente obra literaria.
Esa ambición tuya de salir al mundo real ha caracterizado varios de tus relatos. El primer libro apareció con tu número telefónico en la portada y la forma en la que escribes tiene un aura de no-ficción.
Vuelvo otra vez a Javier Cercas: la mejor literatura no es la que suena a literatura, sino a verdad. Tengo un aura de no-ficción porque busco que mis historias suenen a verdad ante todo. La anécdota del número telefónico de la casa de mis padres en la portada de mi primer libro tiene varias otras anécdotas, pues algunos lectores se animaron a llamar para solicitar un retazo de felicidad. Otra prueba más de que la realidad supera a la ficción.
En la última sección de la novela, usas un narrador en segunda persona, ¿qué encontraste atractivo en esta forma de dirigirte a los hechos? Usualmente, el «tú» podría remitirnos a un «yo» que puede estar monologando o haciendo memoria de sus vivencias particulares.
Me familiaricé con el narrador en segunda persona con una bella y brevísima novela de Carlos Fuentes llamada Aura (1962). No obstante, leyendo a un genio como J. M. Coetzee me terminé de enamorar del narrador en segunda persona. Por eso recomiendo siempre sus Escenas de una vida de provincias (2006) que tiene tres libros dentro de uno solo: «Infancia», «Juventud» y «Verano». El «tú» tan recurrente en mis relatos hace referencia a ese Pepe Grillo interior al que no le puedes mentir ni sorprender, al juez inexpugnable. Esto me hace traer a la memoria a don Pedro Mansilla, mi temido profesor de matemática en La Salle. Él, antes de entregarnos los exámenes, nos decía: «Que su juez sea su propia conciencia». Diego Correa, un joven cineasta que a pesar de nacer en el Callao se siente profundamente provinciano, me dijo que mi novela es sobre la conciencia del dolor y la maldad, y estoy de acuerdo con él.
Y todo escritor es consciente y responsable de lo que escribe, ¿no?
Yo soy, muchas veces, inconsciente e irresponsable. Si no lo fuera, no escribiría ficciones. Pero siempre me he hecho cargo de todo lo que he escrito y nunca me he arrepentido de ninguna de mis historias.
En la entrevista para Lima gris dijiste que Arequipa es tu patria chica, ¿Cuáles son esas cosas que te arraigan a este lugar? ¿Qué te mueve a permanecer en la periferia?
Ser arequipeño no es algo sencillo. Supongo que lo mismo podría decir un tacneño de sí mismo o un piurano. No lo sé. Siempre me ha parecido un privilegio nacer acá, a pesar de todo lo que nos falta y de nuestra montaña de defectos y contradicciones. Mi equipo de futbol lleva el nombre de un poeta enamorado e independentista: Melgar. El mejor contador de historias del Perú es arequipeño. Tenemos un himno hermoso, una forma de hablar única y una comida incomparable. Yo no le llamo «Tierra santa», como lo hacen mis amigos, porque me muevo entre la fe y el agnosticismo. Sin embargo, Arequipa me parece incomparable. Y cuando el Misti se vuelve a ornar con nieve, siento un privilegio, insisto, que no se puede explicar. Además, he vivido en Lima y la detesto, eso se nota en algún relato de «Dos años en medio del infinito», cuando recuerdo al Arguedas de El sexto (1961): «Es mejor no probar Lima; si se prueba una vez ya tienes el veneno».
En el relato más largo de tu primer libro, me refiero a «Todo comenzó en la universidad» (2007), hay una parte en la que aludes a Arequipa como «La ciudad de los extremos». ¿Sigues viéndola así?
Sí, como te decía: es una ciudad contradictoria. Una ciudad que ha gestado lo mejor y también lo peor.
¿Qué tan ejemplares deberían ser Mario Vargas Llosa y Oswaldo Reynoso para los narradores de Arequipa?
Me parece que uno no puede ser narrador en el Perú sin pasar por Mario Vargas Llosa. Su obra y su legado son inconmensurables… a tal punto que aparece como personaje en mi libro. Reynoso, por su parte, fue mi amigo y mi mentor, mi cómplice en muchos sentidos. Me daba lecciones de vida que yo tardé en entender: él nunca se traicionó como sí lo hizo Vargas Llosa cuando apoyó a la hija del asesino y ladrón: «deseo ardientemente que Keiko Fujimori gane la elección», llegó a decir, ¡putamadre! ¿Eso mancilla sus grandes novelas? De ninguna manera. Yo creo que cualquier narrador arequipeño o peruano tiene que conocer a Reynoso y Vargas Llosa, es lo justo y necesario.
¿Cómo ves la obra de narradores contemporáneos de Arequipa? Hablo de Teresa Ruiz Rosas, Yuri Vásquez, Dennis Arias, Jorge Monteza, Alex Rivera de los Ríos y otros en los que puedas pensar ahora.
Teresa Ruiz Rosas es una novelista consolidada y ha ganado merecidamente el Premio Nacional de Literatura. Yuri Vásquez es uno de nuestros novelistas más prolíficos y comprometidos con su trabajo. Me gustó mucho el primer libro de relatos de Dennis Arias, Ciudad lineal (2013), sobre todo el cuento «Reunión familiar» que suelo utilizar en talleres. Lo mismo ocurre con algunos cuentos de Jorge Monteza y Álex Rivera de los Ríos. No me cabe la menor duda de que todos ellos seguirán dando mucho de qué hablar.
¿Cuándo nos obsequiarás una recopilación de todos tus relatos breves? Estoy seguro de que no soy el único que ansía ver un volumen así.
Verás, son muchísimos relatos cortos. Tantos que, la verdad, algunos ya ni los recuerdo. Me entusiasma la idea de recopilarlos. El libro sería inmenso, ojalá alguien se anime.
11 de noviembre del 2025
[1] Orlando Mazeyra (Arequipa, 1980). Enseña Literatura Peruana y dicta talleres de Escritura Creativa en la Universidad La Salle de Arequipa. Desde el año 2012 escribe historias en la prestigiosa revista peruana Hildebrandt en sus trece. Ha publicado ocho libros de narrativa breve, entre los más importantes: Mi familia y otras miserias (Tribal, 2013), Inmunidad de rebaño (Aletheya, 2021) y El niño de La Arboleda (Pesopluma, 2021). Representó a Arequipa en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara del año 2021, donde Perú fue invitado de honor. Oswaldo Reynoso, uno de los más importantes escritores peruanos, lo consideró un «alucinado y auténtico cuentista». Con su primera novela, El mar que nos espera, ganó el Premio Internacional de Novela de la FILAY 2025.

