viernes, 29 de noviembre de 2024

Valeria Montes Pastor. Mariposa nocturna entre grietas y memoria

 

MARIPOSA NOCTURNA ENTRE GRIETAS Y MEMORIA

 

[Entrevista a Valeria Montes Pastor[1]
sobre su libro Oda a las polillas]

 

 

Por Edward Álvarez Yucra

 





Lo primero que me llama la atención es la figura de las polillas, que, dicho sea de paso, le otorgan una carga simbólica a la historia junto con muchos otros elementos. ¿Qué te transmiten estos insectos? ¿Qué encuentras en estas criaturas, las cuales muy bien has descrito en la novela como mariposas nocturnas?

 

Me gusta trabajar con simbolismos, sugerir las cosas. Desde niña he sentido fascinación por los insectos. De algún modo, siempre me ha atraído el mundo de lo minúsculo, de aquello que pasa desapercibido. Me conmueve todo lo pequeño y delicado. Siento un instinto por protegerlo, así como un deseo de ser protegida.

Las polillas evocan en mí muchas cosas. Las visualizo como las mascotas de toda casa acogedora. Las asocio con los muebles, la ropa y las despensas llenas; cosas que me parecen reconfortantes.

Aunque siempre las he relacionado con cosas buenas y las considero hermosas, sé que no todos las ven así. Me entristece pensar en cómo se parecen tanto a las mariposas, uno de los insectos favoritos de muchos y, aun así, son menospreciadas por sus colores opacos. Empatizo y me identifico con ellas. Al igual que yo, las polillas buscan la luz, a pesar de su oscuridad.

 

El exceso de oscuridad, tarde o temprano, trae luz…


Estoy de acuerdo. Esta afirmación me hace pensar en un tema de uno de mis artistas musicales favoritos: «A Little Trauma Can Be Illuminating, And I’m Shining Like The Sun». Creo que este sería el título perfecto para mi autobiografía. Puede que ahora resplandezca, pero es porque conocí la oscuridad.

 

He notado muchas pinceladas góticas, imágenes expresionistas y matices decadentistas; sobre todo en el enfoque de los espacios y objetos. No obstante, tal vez todo esto apunta especialmente a la sugestión del olvido. ¿Dirías que toda esta atmósfera nos lleva al olvido de la infancia y la inocencia? Viorica y sus muñecas me dejan esa sensación.

 

El olvido y la memoria han sido mis leitmotiv durante mucho tiempo. Incluso antes de decantarme por la escritura, exploré estas temáticas desde distintas ramas artísticas. Asimismo, me aferro mucho a la infancia como temática, pero también a mi propia infancia en general.

Entre los matices mencionados, añadiría que Oda a las polillas también tiene toques kitsch, naïve e incluso cursis. Es un canto a la niñez, una etapa sagrada, aunque nunca perfecta.

Cuando comencé a escribir Oda a las polillas, decidí que crearía algo para mí. Es por eso que todo lo que amo y me conmueve está presente en esta nouvelle, que considero un regalo para mí misma, incluyendo todas las versiones que he sido, desde la más pequeña. Es un «Para Valeria por Valeria», similar al «Para Julia de Burgos por Julia de Burgos» de «Voces para una nota sin paz», uno de mis poemas favoritos.

 

 ¿Qué puedes decir de tu infancia?

 

Podría decir que fue dulce, serena, triste y sola. Tengo recuerdos preciosos que atesoro en cofrecitos de mi mente. Es imposible no añorar esa época, a pesar de los problemas, que, de todos modos, llegaban a mí de manera suavizada, o de la tristeza que ya me acompañaba en ese entonces.

 

Por cierto, ¿cómo se te ocurrió el nombre de la protagonista?

 

Quería que su nombre fuera tan singular como ella. Mientras pensaba en qué nombre podría regalarle, decidí buscar nombres populares de Rumanía, país por el que siento gran fascinación. Fue ahí que encontré a Viorica, nombre relacionado con las flores violetas, los pétalos, el florecer y la primavera. Me gusta también que este nombre y el mío tengan la misma inicial, es un detalle entre la inmensidad de cosas que ambas compartimos.

 

¿Qué te fascina de Rumanía?

 

En general, me siento atraída por Europa del Este. Conecto mucho con la literatura y cine de esa región. Me siento maravillada por los paisajes y la arquitectura de estos países, sobre todo de Rumanía. Los monasterios y castillos son preciosos, al igual que las iglesias ortodoxas. Parte de este interés se debe también a la afinidad que siento por la obra de Emil Cioran, aunque sé que él era apátrida.

 

Me parece que Carlos Germán Belli tiene una frase perfecta para tu protagonista y su amor por rescatar antigüedades; la usó cuando hizo memoria del poeta italiano Dino Campano: «los raros también tienen el derecho de ser recordados».

 

Es una frase preciosa. Recuerdo que, cuando apenas estaba esbozando Oda a las polillas, escribí que sería un tributo a todo lo viejo, empolvado y olvidado; a todo lo que no importa, a todos los que no importamos. Concebí la nouvelle como un tributo a todos los ignorados, por lo que también es una oda a los solitarios, a los abandonados, a los marginados, a los extraños, a los trastornados y a los invisibles; a aquellos que, tal como las muñecas de Viorica, sentimos haber vivido en la basura, en el polvo y en la oscuridad.

 

En lo referente a las antigüedades, Pablo López-Carballo alude a la poética de Francis Ponge para dar a entender que le has dado voz a los objetos inanimados, cosa difícil en materia de escritura porque las palabras no son iguales a una fotografía o a una imagen del objeto mismo. Sin embargo, me gustaría matizar que esa voz proviene del impacto vital del tiempo. El tiempo que atraviesan los objetos y el tiempo que atraviesa a los objetos, eso en el fondo es lo que busca Viorica, a mi entender. Intenta llenar los vacíos de su vida con el tiempo ajeno, con las experiencias de terceros que recoge de álbumes fotográficos, cartas, entre otras cosas.

 

A lo largo de nuestra vida, influye el contacto que tenemos con los otros. Creo que todos moldeamos un poco la vida con quienes nos cruzamos. Creo también que los objetos propios o ajenos son personajes silenciosos que configuran una parte esencial de nuestras historias.

Tal vez caí en cuenta de la importancia de los objetos cuando, junto a mi hermano, tuve que desocupar la casa de mi infancia tras la muerte de mi mamá. La casa estaba llena de cosas que habían sido parte de su vida y, por ende, de la mía también. No pudimos llevarnos todo y tuve que dejar mucho atrás. Incluso hasta la fecha siento angustia al pensar en los objetos de los que me desprendí. Suelo preguntarme si la selección que hice fue la adecuada o si, para empezar, era necesario hacer una. A veces me mortifico pensando que tal vez había una manera de conservarlo todo, aunque sé bien que era imposible. Esa misma angustia la siento cuando pienso en todas las cosas mías que dejé atrás.

Yo también rescato objetos ajenos, como Viorica, y me gusta imaginar que, así como yo cuido muñecas, tazas, vestidos y fotografías de otros, alguien hace lo mismo con las cosas mías que quedaron desperdigadas a lo largo de mi existencia.

 

Por eso Antonio Porchia sentenció en uno de sus aforismos: «Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo». Al final somos lo que dejamos para un otro externo a nosotros, por más que tales o cuales cosas hayan sido exclusivamente nuestras.

 

En efecto, somos lo que dejamos. Aunque quizá nuestros nombres se desvanezcan, las cosas que algún día fueron nuestras perdurarán desperdigadas. Me gusta cuidar cosas ajenas, anónimas.

Para mis primeras dos presentaciones de Oda a las polillas, llevé un vestido de novia vintage que compré en línea desde Lituania. Fue muy simbólico para mí. Ese vestido conectó a dos mujeres de distintas épocas en los días más especiales de su vida. Quizá ella, mientras se casaba en los sesenta o setenta, jamás habría imaginado que su vestido pararía al otro lado del mundo ni que significaría tanto para una desconocida.

 

Coincido mucho con una reflexión entre los pasajes de la novela. Hay un momento en el que se menciona la fragilidad humana, aquellas grietas que todos tenemos en algún momento de nuestras vidas y se acrecientan con el paso del tiempo; hecho que también está presente en las muñecas rotas. Me lleva a considerar la naturaleza imperfecta y mortal del ser humano, lo cual también tiene un empalme con la atmósfera lúgubre y decadente, pues testifica sobre esa imperfección desde los espacios más íntimos.

 

Desde muy pequeña, he sido testigo de la fragilidad humana, tanto en otras personas como en mí misma. Por algún motivo, las enfermedades han sido siempre algo que he tenido que ver muy de cerca. Conecto mucho con el tema de la enfermedad y hace poco noté que todos los personajes de Oda a las polillas cargan con alguna dolencia.

A veces pienso que esta nouvelle nació del sentirme destrozada. A lo largo de la vida, me he sentido atrapada en mi propio cuerpo y mente, viviendo días que podrían resumirse en: despertar destrozada, recoger los pedazos de mí, salir al mundo y regresar a casa para colapsar. Era como si cada día mi cabeza rodara, desprendiéndose de mi cuello, mientras mis extremidades se desmembraban una a una. Los días pasaban conmigo hecha trizas en el suelo mirando a la nada, preguntándome cómo haría para ponerme en pie al día siguiente. No me percibo tan distinta de las muñecas rotas que habitan las páginas de Oda a las polillas.

Esa atmósfera lúgubre, decadente, pesimista, fatalista y trágica que atraviesa la historia no es más que una extensión de mi propia percepción de la vida.

 

Cuéntame más sobre las conexiones con el tema de la enfermedad.

 

Mi primer contacto con la enfermedad fue a los cinco o seis años, cuando a mi madre le diagnosticaron cáncer cerebral. A pesar de recuperarse, tuvo una recaída que acabó con ella años después. Además de lo que viví con mi madre sus operaciones, sus ataques epilépticos, su eventual estado vegetal y tantas cosas más―, he presenciado a lo largo de mi vida distintos tipos de afecciones, desde enfermedades huérfanas hasta problemas crónicos, malformaciones y condiciones de salud mental.

No quisiera detallar mis diagnósticos clínicos por ahora, pero me he sentido enferma por más de una década. Era imposible imaginar un futuro para mí. Incluso ahora, me cuesta vislumbrarlo de vez en cuando.

 

Creo que descubrir esas grietas, esas dolencias, es necesario para acercarnos mejor a otros. Cuando uno se da cuenta de que no es el único que está herido, comienza a regenerarse. No quiero idealizar las cosas y sugerir que no hay una depresión producida al ver sufrir a otros, pero tal vez esa conmiseración, ese duelo, nos permite muchas veces ver la luz que también buscan las polillas.

 

Hay un fragmento de La vida es sueño que siempre me conmueve. Es un monólogo que entona Rosaura tras oír las penas de Segismundo:

 

Quejoso de la fortuna,

yo en este mundo vivía,

y cuando entre mí decía:

«¿habrá otra persona alguna

de suerte más importuna?»,

piadoso me has respondido,

pues, volviendo en mi sentido,

hallo que las penas mías,

para hacerlas tú alegrías,

las hubieras recogido.

Y por si acaso mis penas

pueden aliviarte en parte,

óyelas atento y toma

las que dellas me sobraren.

 

Creo que este fragmento representa de manera hermosa esos momentos en los que conectamos con el otro a través de nuestros dolores. No hablo mucho ni tengo muchos amigos, pero, cuando en mis interacciones se da esa conexión, es como si algo se alumbrara.

 

¿Por qué usaste el nombre de Villa Hermosa de Nuestra Señora de la Asunta en lugar de Arequipa para referirte al escenario en el que transcurre la novela?

 

Mi intención no era presentar una Arequipa precisa, sino exteriorizar mi mundo interno, impregnado por los lugares que he visitado, especialmente de Arequipa, donde he pasado la mayor parte de mi vida. Por ello, el espacio que compongo en Oda a las polillas está cimentado en mi propia percepción. Preferí utilizar el primer nombre de fundación española de la ciudad, Villa Hermosa de Nuestra Señora de la Asunta, para sugerir que este escenario es Arequipa, quizá no la de todos, pero sí la mía. Siento que elegir este nombre también ayudó a cristalizar el aura vetusta y anacrónica que quería plasmar en la nouvelle.

 

La novela se divide en dos partes. Una titulada «Oda a las polillas» y otra llamada «Reminiscencias». La primera se muestra como el contenido substancial de la historia, mientras la segunda parece una suerte de complemento opcional. ¿Por qué adoptaste esta división?

 

«Oda a las polillas» fue la primera parte que escribí. Debido a las distintas condiciones que se dieron en ese momento, pude enfrascarme en lo más profundo de mi mundo interior. Estaba aislada, gozando de un éxtasis creativo del cual no podía ni quería salir.

Al poco tiempo de finalizar la nouvelle, las circunstancias cambiaron. Sentí que la vida me arrancó de mi embeleso y me soltó en el exterior. Aun así, escapaba a esa maqueta mental que había creado para «Oda a las polillas» y paseaba con Viorica de la mano. No podía desconectarme, sobre todo porque se volvió parte de mi rutina transitar a diario la avenida que inspiró Los Olvidos. Estaba atrapada en ese mundo, intentando, sin mucho éxito, contactar con los otros. Me generaban tanta fascinación como extrañeza. Comencé a plasmar mis impresiones de esa experiencia con frases, poemas o palabras. Esos fueron los primeros borradores de «Reminiscencias».

Creo que «Oda a las polillas» y «Reminiscencias» reflejan cómo me encontraba en el momento en que escribí cada apartado. En «Oda a las polillas», la interacción humana es casi inexistente. Esta parte se centra más en la relación de Viorica con los objetos y el espacio. En «Reminiscencias», se exploran los vínculos de Viorica con otros seres humanos. Se muestra su concepción del amor y, además, cómo es recordada o percibida por otras personas.

 

Es curioso saber que te encontraste en un éxtasis creativo, pues esta obra fue concebida en un posgrado de Escritura Creativa de la Universidad de La Rioja. Cultivar la imaginación en la academia pareciera una antítesis grande, pero dime, ¿en qué crees que se distingue un escritor que no ha pasado por este lado de la academia de uno que lo ha hecho?

 

No creo que la academia defina al escritor. Lo que realmente determina la calidad de su obra es lo que hace para cultivarse a sí mismo. Durante el posgrado en Escritura Creativa, descubrí un modelo educativo que desconocía y que se adaptaba perfectamente a mí. Cada estudiante elaboraba su propio conocimiento. Siempre se nos presentaban distintos puntos de vista, diferentes maneras de concebir la escritura.

Los profesores eran, además de grandes académicos, escritores, lo que les permitía equilibrar la teoría con la creatividad. Cada semana proponían ejercicios que me llevaban a escribir de formas que jamás habría imaginado. También leí muchísimo, lo que incrementó mi bagaje literario y desarrolló en mí una mayor sensibilidad. Fue un año prolífico, en el que experimenté y exploré profundamente como autora.

 

A lo largo de la narración, citas poemas de Carlos Augusto Salaverry, Christina Rossetti y John Clare. Si debo ser sincero, me encanta el poema de Salaverry, pues cierra perfectamente la primera parte y me deja una imagen que, en lo personal, me hubiese gustado que sea el final definitivo de la obra. ¿Dirías que la poesía te ha servido para narrar? ¿Qué tiene la poesía para darle a la narrativa? Lo pregunto porque me consta que son lenguajes diferentes, pero la intersección suele darse en la poesía en prosa y la prosa poética.

 

En definitiva, la poesía me ha ayudado a narrar. Tengo ideales estéticos con mi escritura. Asimismo, colindar con la poesía me permite jugar con la creación de figuras retóricas y la composición de imágenes.

Considero que todo lo que llega a mí me ayuda a crear de una forma u otra, tanto las experiencias reales como los productos artísticos. Para mi escritura, sería dañino catalogar todo, encasillarme o arraigarme a la separación de géneros. Considero que siempre he tenido un matiz híbrido. Es crucial para mí mantener siempre contacto con distintas ramas artísticas y, dentro de esas ramas, con los diferentes estilos, temáticas y vanguardias.

Mis referentes son vastos y siento que eso es lo que enriquece mis obras, al igual que el empirismo obtenido tras experimentar con otras disciplinas. En cuanto a la creación de Oda a las polillas, en definitiva, la poesía me inspiró, pero también lo hicieron la música, el cine, las artes visuales e incluso la alta costura.


¿Y el teatro? 

 

También. A veces olvido mencionarlo, aunque me dediqué a esta disciplina por años. Hace mucho que no voy al teatro, y mucho menos actúo. Sin embargo, aún conservo mi interés por la dramaturgia. Eugene O'Neill y Tennessee Williams son de mis autores favoritos. De la dramaturgia me apropio la composición de atmósferas y espacios. Creo que en Oda a las polillas se puede notar un aura teatral.

 

¿Qué autores de habla hispana, análogos al género que has trabajado en esta obra, recomiendas leer?

 

No estoy segura de qué tan análogos a Oda a las polillas puedan ser los autores que mencionaré. No suelo limitarme por géneros ni etiquetas al momento de leer o escribir. Sin embargo, recomendaría a Zoé Valdés, quien es mi autora favorita, así como a Patricia de Souza, Rosario Ferré y Julia de Burgos. Me siento conmovida e inspirada por ellas, independientemente de si sus estilos son similares o diferentes entre sí, o en relación con el mío.

 

¿Qué otros proyectos vienen después de esta hermosa ópera prima?

 

El adjetivo que utilizas me emociona. Es una motivación para seguir compartiendo mi mundo interno. Aún tengo mucho que contar. He comenzado a escribir mi segundo libro. Todavía no sé si será una obra de teatro o una novela. Estoy experimentando, pero ya tengo clara la idea. Algunos referentes para este nuevo libro son La campana de cristal, Nación Prozac y Mi año de descanso y relajación.

 

 

 

 

27 de noviembre del 2024










[1] Valeria Montes Pastor es una artista interdisciplinaria criada en Arequipa. Pertenece a la primera promoción de la carrera de Artes Escénicas de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. Es magíster en Escritura Creativa por la Universidad Internacional de la Rioja (España). Su exploración artística, además de la escritura, abarca disciplinas como el cine, la fotografía, las artes performativas, el arte textil y el anticuarismo.

Como autora literaria, participó en la selección Ellas escriben (exploran, imaginan, se atreven). Muestrario 2023 del laboratorio de escritura dictado por Kathy Serrano, publicado online bajo el sello editorial del Centro Cultural Petroperú. Asimismo, es una de las autoras de la antología XIII exhumaciones extraordinarias Poe (2024), que tuvo a José Donayre Hoefken como editor y curador.

Instagram: @l.e.r.i.t.a 

sábado, 2 de noviembre de 2024

«Me duelen los ataques» y otros poemas de Fiorella Terrazas



«ME DUELEN LOS ATAQUES»
Y OTROS POEMAS

 

 

Fiorella Terrazas[1]

 

 


 

SOMOS UNA SOCIEDAD QUE SE REFOCILA EN LAS MUERTES

 

Tiraron barro a su ventana

y repitieron mi nombre

mezclando vinilos en discontinuidad,

el barro y mi nombre,

mi nombre es barro.

 

Perdiendo

y otra vez perdiendo

no sabía que estaba audicionando

para el papel masculino en tu drama.

 

Las oraciones no pueden crear el milagro.

 

 

 

EL ÉXITO EN INTERNET ES INVERSAMENTE PROPORCIONAL A LA SOCIABILIDAD ENTRE SERES HUMANOS

Prefiero un rato sabio que mil horas de shit mental.

 

Creo un limbo donde mi yo es un espectro estimulado,

me voy a ver el Rímac y desconectar

y las poetas bimbo dan de comer a las tortugas

al ritmo de una mezcla moderna de bocinas en la autopista,

leen novelas cuyos títulos guardan celosamente en secreto.

 

Fuman mucho en la pipa que compran al por mayor

con el dinero de la venta de sus libros,

se vuelven fotógrafas mentales,

pasean y capturan los mejores ángulos de gatos

y perros en las calles cerca de casa.

 

Sacan la basura acumulada por meses,

solo papeles rotos de mediocres escritos sin valor.

 

 

 

ME DUELEN LOS ATAQUES. El ántrax se adueña de su patente. Yo todavía no tengo participación en mis patógenos, me encantaría empezar una correspondencia eterna con algún amigo que se apunte. Es un misterio invertir a ciegas. Leer demasiada economía también te hace menos héroe. Menos sensorial. Necesito una insulina con el check de verificación para no irme en picada. Llevo años defendiendo mi lugar, desde 1996 bebo chicha heladita. Aprendo de mis abuelitas. No les prometo un final feliz. Me considero pesimista como Cesar Hildebrant. Lucho también contra la depresión que me toca las ventanas cerradas de mi casa. Hoy en día esto no puede ser problema. Las condenas de muerte son científicas. No exactas. Secreto de mi páncreas animal fantasmal. En mis encimas me extraen unos cuernos de alce. Quiero ser libre como un perro del mercado. Seguro. Forrarme en dólares húmedos. Pero ¿Se puede o no? Decidí no hacerlo. Decidí no hacerlo. Decido el no control. No necesito patentes de dólar. Voy a pararme en el cerro a cantar. Llorar y reír con mis compañeras comprensivas. Pero desde 1996. En ese tiempo se necesitaban densos mililitros de gaseosa chiki. Flujos ilimitados de insulina. Antrax aparente dueña de su vacuna. Fabrico mi vacuna. Demora mucho el proceso.

 




[1] Fiorella Terrazas Espinoza, a.k.a. Fioloba (Lima, 1990). Contadora y comunicadora. Ha publicado Cam Girl y otros poemas (Dulzorada, 2021), volumen que reúne su poesía del 2017 al 2021. Asimismo, fue integrante de la Antifil y de Plástico. Revista Virtual de Literatura (México). Ha publicado fanzines desde el 2010. Actualmente, hace videopoesía.

sábado, 19 de octubre de 2024

«El Señor Oso». Un cuento de Estefania Rossie Torres Añamuro

 

EL SEÑOR OSO[1]

 

Estefania Rossie Torres Añamuro[2]

 

Siempre me gustaron las flores blancas. Mamá decía que el Señor Oso se las daba todos los días desde que supieron que yo venía en camino, y que cuando nací, también estaban ahí. Cada vez que me contaba esa historia, su sonrisa era tan grande que yo también empecé a amarlas.

Aún recuerdo la mañana en que el Señor Oso me dijo que ella se había ido. Yo estaba triste, no se había despedido, se fue mientras yo dormía.

—¿Dónde está mi mami? — pregunté entre lágrimas.

—No te preocupes, ella volverá —sus grandes manos me reconfortaron—, mamá volverá.

No habían pasado tantos años desde que se había ido cuando mi ropa se manchó con sangre. Recuerdo que estaba aterrada. Mamá a veces tenía sangre en su ropa también, pero ella siempre me decía que estaba bien. Yo no estaba bien, dolía mucho. Le conté al Señor Oso y al ver mi ropa, sonrió. Me abrazó y me dijo que no debía tener miedo, que estaba muy cerca de ser como ella.

Desde ese día, dejó de traer flores blancas. En su lugar empezó a traer rosas rojas. Yo estaba asombrada, solo las había visto en los libros que había en casa, ¿pero en persona? Nunca.

—¿Y? ¿Qué te parecen?

—Son muy lindas, pero ¿las de siempre?

—No te preocupes por eso, mira estas, ¿no son más bonitas?

—Si.

—Entonces las traeré más seguido — se arrodilló ante mí sin mucha utilidad, aún debía doblar su espalda un poco para besarme la mejilla — para mi chica especial.

Esa noche me dio un regalo después de cenar. Las luces estaban apagadas y había velas encendidas encima de la mesa. Tras una corta charla, se levantó y sacó de su bolsillo el anillo que mamá siempre traía en su mano.

—Prometí dártelo cuando tuvieras edad. Me hubiera gustado hacerlo antes, pero eras una niña. Ahora mírate, eres toda una mujer.

Esas palabras me emocionaron, él me veía como una mujer. Una mujer como mamá. Fantaseé con aquella imagen, una señorita agraciada y esbelta, aunque mi figura aún carecía de curvas. Volví a la realidad cuando sentí cómo me colocaba aquel anillo que brillaba hermosamente bajo la luz de las velas.

Días después, el Señor Oso me besó. Apenas cruzó la puerta blanca y me vio, acortó la distancia dando pasos largos para besarme intensamente. Cuando logré alejarlo me explicó que le recordé a ella y se emocionó. Eso me gustó, me parecía a mamá. Siguió haciéndolo cada día, y yo empecé a rodear su nuca con mis brazos, recordando cómo se besaban ellos.

Una noche empezó a dormir conmigo. Usualmente, solo me besaba y se iba. Pero esa vez entró en mi cama y me abrazó antes de besar mi cuello y decir buenas noches. Fue raro sentir sus labios besar un lugar nuevo, su frondosa barba hizo cosquillas y sus labios dejaron una huella húmeda.

La noche en la que me dijo que me amaba, fue después de decir buenas noches. Yo estaba casi dormida cuando sentí sus manos separarse de mi cintura. Una mano subió hasta mi pecho y apretó aquellos pequeños bultos. La otra mano bajó hasta la unión entre mis piernas acariciando gentilmente, extrañamente se sintió familiar. Paro al darse cuenta que estaba despierta y se subió encima, sosteniendo su peso sobre sus manos.

—¿Quieres ser como mamá? —no entendí en ese momento, pero sí, yo quería ser como mamá.

Asentí.

Lo que hizo se sintió irreal. Dolió más que la vez que salió sangre por primera vez. Al dolor lo siguió el cantar de la madera bajo nuestro y las respiraciones agitadas. Aún dolía. Esa noche descubrí nuevas sensaciones. Descubrí un nuevo calor que no venía de una fogata, pero que ardía intensamente dentro mío, que me enseñaba lo desconocido envuelta en sus brazos gruesos y peludos. Fue como la primera vez que admiré las estrellas en el cielo, esas luces titilantes en el manto oscuro, junto a esa misma luna que nos observaba hoy, aquellas luces destellaban maravillosamente en mi interior, nublando todo pensamiento y concentrándose en aquello que mi cuerpo estaba descubriendo. Reaccioné cuando su peso cayó en seco a mi lado, haciendo que el colchón me levantara en un pequeño salto.

—Te amo.

Aquello se repitió hasta que después de un tiempo empecé a sentirme extraña, vomitaba demasiado. Asustada se lo conté al Señor Oso, él solo sonrió. Al día siguiente yo no podía creer lo que veía en sus brazos, ya no eran esas rosas rojas, ¡eran flores blancas! Me emocioné tanto que solo pensé en besarlo con todo el amor que le tenía.

—Vas a ser mamá — … a esto se refería.

Tras unos meses, nació mi bebé. El Señor Oso estuvo todo el tiempo conmigo. Siguió trayendo flores blancas todos los días, y trajo muchas más el día que nació mi bebé, estuvo muy contento al saber que era una niña. Cuando ella creció le conté que eran mis flores favoritas.

Ya hace unos años de eso. Esta noche yo ya había arropado a mi niña. Como siempre estuvo llena de energía, y al llegar a la cama, mi cuerpo cayó rendido.

Unos pasos pesados me despiertan. Quiero abrir los ojos, pero siento una presión rígida y firme en mi rostro. ¿Una almohada? Es difícil respirar. Quiero separarla de mi rostro, pero mi cuerpo se siente débil. Me asfixia. Me está asfixiando. No puedo respirar. Tengo miedo. ¿Dónde está el Señor Oso? ¿Qué pasará con mi bebé?

—Tranquila, irás con mamá.

¿Señor Oso? ¿Por qué no me ayuda? La desesperación no me deja pensar. No puedo pensar por qué el Señor Oso no me ayuda. Duele. ¿Mamá? ¿Iremos con mamá? ¿Si me tranquilizo podremos ir con mamá? Pero me duele. Duele. ¡Duele mucho! ¡Por favor, ayúdame! ¡Tengo miedo, todo está oscuro! ¡No puedo! ¡No puedo…!

Ya no duele… mi cuerpo se siente tan liviano, ¿Una luz blanca? Como las flores que a mamá le gustan. Es tan cálida… como ella.







[1] Publicado por primera vez el 2024 en la revista arequipeña Criatura en frenesí [Narrativa]. Nro. 1, pp. 16-17.

[2] Estefania Rossie Torres Añamuro (Arequipa, 2004). Es poeta y escritora. Actualmente es estudiante de la Escuela Profesional de Literatura y Lingüística de la Universidad Nacional de San Agustín. Su primera publicación fue en la revista escrita por mujeres Criatura en Frenesí, con el cuento “El Señor Oso”.

Instagram: @e_ross_to

domingo, 13 de octubre de 2024

«El mejor amigo». Un cuento de Luis Alberto Sulca Romero

 

EL MEJOR AMIGO[1]

 

Luis Alberto Sulca Romero[2]

 



A la salida de su entrevista de trabajo, Lizeth no podía contener su alegría. Buscó el pequeño aparatito en su siempre diminuta cartera y escribió con entusiasmo: «Amiguito, me dieron el trabajo, ¿te das cuenta? ¿No me vas a felicitar?». Pocos segundos después, a varios kilómetros del centro de la ciudad, un sonido familiar sacaba a Betto de su sonambulismo terrenal. ¡Lizeth! Cogió nerviosamente el celular y leyó la buena nueva. El mensaje, como lo había interpretado, exigía una contestación en el acto. Sin embargo, ¿no hubiera sido mejor que ella lo llamara y le contase la noticia? Al rato tuvo que recordar, con lástima, que ella nunca lo llamaba, que simplemente le enviaba «mensajitos». Pese a ello, decidió marcarle, seguro de lo que iba a decirle y de lo que ella respondería.

―¡Hola, Lizeth, felicitaciones por el trabajo!

―Graaacias, amiguiiito.

―Habrá que celebrar, pues, ¿no? ¿Qué tienes que hacer en la tarde?

―¡Uy! Hoy tengo que ir donde mi tía.

―Y… hasta qué hora estarás con ella.

―Amiguiiito, no sé. Ella es bastante conversadora.

―¿Y mañana?

―Mañana no creeeo. Tengo unas cosas que hacer.

―¿Y el sábado?

―El sábado me voy de compras con mi mami y my sister.

―Uhm… Bueno, imagino que ya habrá tiempo para celebrar, ¿no?

―Sí, de todas maneras, amiguito.

―Bueno, cuídate. Chau.

―Igual tú. Chau. Besitos.

No era pitoniso, pero había intuido los resultados de dicha conversación, de la que podía sacar algunas conclusiones. Primero, el mensaje recibido solo tenía la intención de ser contestado con una llamada que resultase halagadora. Esto producto de la costumbre de Lizeth de enterar a todo el mundo de las cosas que le ocurrían. Segundo, Lizeth no tenía la más mínima intención de celebrar con él. Tercero, el «tengo cosas que hacer» significaba: «Ahí nomás; saldré a festejar o con mis amigas o con mi enamorado». Terminada la penosa conversación, solo una frase podía rondar los labios de Betto: «¡Que se joda!».

 

***

 

Un mes después, mientras leía con ojos desesperados Historia de la República, su odioso celular sonó. Lizeth le pedía que por favor, amiguito, ayúdame, estoy en un problemón, no sabes. Ven a mi casa. En esos momentos, él estaba más preocupado por sus asuntos académicos ―un examen, para ser más claros― que en un posible encuentro con esa mujer que siempre lo había «choteado». Incluso, se había prometido a él mismo olvidarse de ella, asesinarla simbólicamente. Sin embargo, su débil espíritu lo traicionó y enrumbó a la casa de su amada ingrata.

El problema no era tan grave como se imaginaba. Un pequeño desperfecto en la computadora de la susodicha que hasta un niño de primaria podría haber resuelto. Como premio a su elevada labor obtuvo un refresco y treinta minutos al lado de su mujer fatal. ¡Ah, claro! Y los infaltables gracias, gracias, gracias, que se acabaron cuando llegaron las tres horribles amigas de Lizeth y empezó a ser ignorado. Como quien no quiere la cosa, se retiró del lugar, poseído por un sentimiento de furia y desazón.  Sus pies lo arrastraron a un bar de mala muerte.

Había llegado al bar con unas ganas horribles de emborracharse. Es difícil saber cuántas botellas se bebió ese día, pero suponemos que las suficientes como para filosofar, tan atinadamente ―según los entendidos en el tema―, acerca de las mujeres bonitas. Y es que todo lo contrario a los borrachos simplones, él era más lúcido cuando bebía que cuando estaba sobrio. Después de tantas frustraciones amorosas y puntillosas observaciones al llamado sexo débil, había llegado a algunas conclusiones que vale la pena resumir a continuación:

1. Las mujeres bonitas son seguras de sí mismas. Creen que por ser agraciadas pueden conseguirlo todo. Así, juran que con una simple sonrisita pueden subyugar al más cavernícola de los hombres y que dándoles «alas» a algunos mancebos pueden someterlos a su imperio femenino.

2. Les gusta llamar la atención, resaltar su belleza. Así, usan la vieja táctica de rodearse de amigas feas. Esto para que su beldad contraste con las pocas gracias de sus amigas y, de esa manera, su hermosura quede magnificada. Supongamos que una bonita tenga solo amigas lindas, entonces ella ya no resaltaría en el grupo, los ojos de los hombres no serían exclusivos para ella.

3. No saben elegir a sus parejas. Normalmente están con tipos idiotas, aburridos, troncos, borrachos, acomplejados, pero que según ellas son «lindos».  Incluso, algunos de esos tipos osan engañarlas y luego vanagloriarse frente a sus amigotes.

4. Las mujeres bonitas no deberían tener amigas. La presencia de las amigas dificulta el trabajo de los hombres buenos que sueñan estar con una chica linda.

5. A las mujeres bonitas les encanta saber que alguien se desvive por ellas. A muchas, incluso, les agrada eso a pesar de que tienen enamorado. ¡Oda a la vanidad!

6. A las mujeres agraciadas les encanta escuchar que les digan que tal o cual ropa les quedan bien, que el pantalón, que la blusa, que el moño. Pero, sobre todo, que les digan que están preciosas. Y esto es curioso, porque las mujeres bonitas son conscientes de que lo son. El que uno les diga que son hermosas es redundar. Conclusión: aman la redundancia.

Después de esas observaciones, Betto había decidido beber más y bebió tanto que la borrachera y sus consecuencias por fin llegaron a su organismo. Pero él no era un bebedor común y corriente. No se le podía agrupar dentro de las clases de borrachos que se conocen. Nuestro saber general nos indica que dentro de los grupos de ebrios podemos encontrar a los melancólicos (o sea los llorones, los potencialmente cortavenas), a los alegres (esto es, bailarines, graciosos y jileritos), a los faltosos (o sea, idiotas, buscapleitos e irrespetuosos), a los mudos (los que preferían quedarse callados y seguir bebiendo), y a los bulto (los que se quedaban dormidos en la mesa o en algún rincón del establecimiento).

Sin embargo, Betto no pertenecía a ninguna de las clases antes referidas. Él, cuando se emborrachaba, se convertía o en poeta romántico o en político a ultranza. Y al ver que en la cantina no había ninguna mujer a quien dedicar sus amorosos versos, le salió el político amargado y fluyó todo su resentimiento al sistema.

«¡Pido la palabra, compatriotas! ―exclamó mientras se encaramaba a la mesa que ocupaba y generaba un gran ruido con las botellas que caían al suelo―. Pido la palabra, compatriotas, para referirme a ustedes en esta célebre noche en que circunstancias tan particulares nos reúnen en este magno lugar. Ustedes, amigos, me conocen (nadie lo había visto ni en pelea de perros), ustedes saben de mi espíritu justiciero y que no me callo nada cuando ofenden a mi pueblo. Sí, camaradas, el Perú está siendo consumido por las transnacionales, nuestros productos de bandera ya no nos pertenecen. El pisco ya no es nuestro, lo hemos perdido como perdimos Arica. ¿Y qué hacemos nosotros ante esta trágica realidad? ¿Qué hacemos nosotros, los machos del Perú? ¡Nada, compatriotas, nada! Simplemente nos rascamos las pelotas mientras los gringos, los chinos, los españoles, los mexicanos y los chilenos nos esquilman. ¡¿Cuándo carajo recuperaremos Arica?! Confiemos en el poder de la ciencia, hermanos, hagamos del Perú un gran país en base a la tecnología. Recuperemos lo que es nuestro, armémonos de valor y recuperemos Arica. ¡Vamos, compatriotas!». Y en ese momento álgido de su discurso, se detuvo esperando el aplauso de su «auditorio», el cual nunca llegó. Pero aun así no perdió la fe, por lo menos lo miraban. Necesitaba algo que encendiera el ánimo de esas mentes en suspensión.

Y así, no encontró mejor opción que lanzar mueras contra el Gobierno. Se sacó el polo y dejó ver un cuerpo enclenque, decadente, casi tuberculoso, y gritó, señalándose: «¡Alan, esto es el producto de tu primer gobierno, mírame! Nos fregaste, Alan, nos fregaste. Y ahora de nuevo eres presidente y encima estás más gordo que la defensora del Pueblo. ¡Yo, compañeros, desde este púlpito, exijo la vacancia presidencial y que Alan y sus búfalos se metan el tren eléctrico por donde no les caiga el sol!». En ese momento, su «auditorio» prorrumpió en vivas, en aplausos emocionados. Él, por su parte, estaba en su gloria, ya se juraba un Demóstenes, un Hitler, y su fiebre de gloria aumentó cuando vio que cuatro hombres se acercaban a él y lo levantaban. «Me sacarán en hombros ―pensó―, me pasearán por las calles y corearán mi nombre». Mientras el grupo lo cargaba, se imaginaba al día siguiente vistiendo la franja presidencial y a Lizeth como primera dama. Los hombres lo llevaron fuera del recinto y lo golpearon como a entenado. Fue una de esas golpizas de las que solo el Quijote podría dar fe de que sí duelen. Los sujetos eran apristas.

 

***

 

Dos meses después de ese «pequeño incidente», Betto ya podía caminar. Durante el tiempo de su recuperación, Lizeth se había tomado la molestia de llamarlo y de enviarle energías positivas. Era la primera vez que lo llamaba y Betto no pudo ocultar cierta felicidad por ese detalle. Cuando estuvo recuperado, vivió quizás la etapa más feliz de su vida. Sus relaciones con Lizeth habían mejorado. Se pasaban horas y horas conversando, y hasta almorzaban juntos. Incluso algunas veces pudo darse la libertad de tocarle los cabellos o tomarla de la mano al cruzar una calle. Estos dos últimos detalles ―aunque no significaban nada para ella― eran la gloria para Betto. Sin embargo, el joven enamorado vivía una felicidad ficticia, felicidad que empezó a resquebrajarse cuando el enamorado de Lizeth empezó a formar parte de sus temas de conversación. La otra vez nos fuimos a Chosica, ay, no sabes, bien liiindo. Llegamos a un club, no recuerdo el nombre ya, pero era bien bonito, había piscinas, juegos, restaurantes…

Betto tuvo que soportar ese tipo de conversaciones por mucho tiempo, hasta que su amada tuvo el tino de darse cuenta de que esa clase de charlas lo aburrían y lo ponían de mal humor, así que con el tiempo, Víctor ―así se llamaba el indeseable de su pareja― dejó de formar parte de sus conversas. Betto siempre se había preguntado cómo Lizeth, siendo tan linda y divertida, podía estar con un tipo tan aburrido e imbécil como Víctor. Pero bueeeno, así eran las chicas bonitas.

 

***

 

Pasó el tiempo y las relaciones con Lizeth empezaron a tomar otro cáliz. Se divertía junto a él y hasta se podría decir que la pasaba mejor con Betto que con su enamorado. Habían llegado a una compenetración inimaginable, sui generis, cosa que a Betto lo hacía sentirse en el cielo. Además, Lizeth ya lo llamaba. En ese estado de cosas, el joven romántico creyó que podría enamorar a la susodicha. Así, alentaba sus sueños de conquista con frases como «Si el muro de Berlín cayó, ¿por qué ella no?» o «Si la URSS cedió, ¿por qué ella no lo haría?». Pero en otros momentos lo atacaba el pesimismo y creía que la mujer amada era imposible para él. Sumido en esos vaivenes de ánimo, solo había resuelto algo. Jamás le pediría a Lizeth que fuera su enamorada. No le daría el gusto de que le dijese que no. ¡Tenía su orgullo! A lo mucho podría decirle que la amaba.

Esta decisión tomó más fuerza cuando una tarde Lizeth le dio la primera estocada: «Betto, ¿sabes?, eres mi mejor amigo». Los entendidos en el tema saben lo que significa ser el «mejor amigo» de una chica a la que se ama. Primero, y quizás lo más trágico, es que para ella no existes como hombre. Segundo, que siempre tendrás que soportar, estoicamente, sus confesiones acerca de qué muchacho le gusta o le parece «lindo». Pero no todo quedaba allí. Betto aún respiraba cuando oyó esa primera oración condenatoria. Lo peor vino después: «Como tú eres mi mejor amigo, quiero que seas testigo en mi boda. Me caso con Víctor».

 

***

 

Conociendo a nuestro personaje, no era raro suponer qué es lo que haría después de esa estocada final. Volvió a emborracharse en un bar y a dar otro discurso político, aunque en esta ocasión no fue golpeado por los apristas, sino por los fujimoristas. Estos eran más talentosos para esa clase de agasajos.

 Cuatro meses después, por fin pudo volver a caminar y a proferir palabras claramente. En ese lapso, Lizeth ni siquiera le había mandado un «mensajito». Qué esperaba pues, después de haberse negado rotundamente a ser testigo de una payasada: ¡Estás loca! Si te casas, las cosas ya no serán iguales entre nosotros, además ese tipo es un tarado. Pero en ese tiempo, recluido en su cama sin más entretenimiento que mirar el techo de su cuarto, había reflexionado sobre la naturaleza de los sentimientos humanos. Había llegado a la conclusión de que no podía odiar a Lizeth por no amarlo, no podía exigirle que sintiese lo mismo por él. Los sentimientos de la humanidad eran tan complejos y escapaban a todo control de la razón. Peor aún, él era un «chico bueno», y los chicos buenos nunca ganaban. Se dio cuenta de que tenía el síndrome de la derrota. Pero eso ya no importaba. Moriría en su ley, jamás volvería a molestarse porque a alguna chica se le ocurriera no aceptarle una invitación para salir. ¡No, ya no más! Las acciones y los sentimientos humanos debían ser tan naturales como el fluir de las aguas de un río o como la sonrisa de un niño. No importaba si es que en ese fluir natural de las cosas él no saliera beneficiado. ¡No, ya no importaba nada!

Influenciado por esos pensamientos, decidió hacer algo relevante que significaría el primer paso en la concretización de su filosofía de vida. Cogió el celular y escribió: «Hola, amiguita, ¿aún buscas un testigo para tu boda?».

 

***

 

Un mes después, Betto se aparecía enternado en la casa del novio. Trató de ser cortés con todo el mundo, aunque lo más complicado fue a la hora de firmar como testigo. Era como firmar su sentencia de muerte, como acuchillarse directo al corazón. Lo único bueno para él fue cuando bailó con la novia. La chica estaba preciosa. Quién como él para desentrañar la verdadera belleza de una mujer y examinarla en toda su plenitud. Sin duda, era un esteta. Sin embargo, solo tuvo una oportunidad para bailar con la mujer perdida (aunque nunca se pierde lo que jamás se tuvo).

Eran las once de la noche cuando, aburrido hasta el cansancio, salió a dar una vuelta. En la calle el paisaje era deprimente: todo lo invitaba al sufrimiento. Grupos de parejas caminaban muy enamoradas, felices. Era una especie de cuadro que le hacía recordar que el amor y la felicidad existían, pero que él estaba negado para esas cosas. Más adelante solo encontró calles y pasajes solitarios, reflejos de su extrema soledad.

Después de ese paseo, decidió retornar a la fiesta. Tenía la extraña esperanza de que Víctor pudiera haberse atragantado con una pierna de pollo o se hubiese caído por las escaleras de puro borracho. Pero en la fiesta todo seguía igual. La gente bailaba, conversaba alegremente, comía ―sobre todo el padre del novio, apodado el Gordo―. Sin embargo, no todo estaba igual: los ahora esposos habían desaparecido.  Más o menos se intuía dónde podrían estar, hecho que a Betto lo derrumbaba por completo. Aunque lo que más le fregó fue oír al padre de Víctor: «En este momento, mi cachorro ya estará haciendo de las suyas». Estas palabras, dichas con repugnante lascivia, hicieron que se desconociera y encarara al Gordo: «¡Qué hablas, cerdo asqueroso, si tu hijo es marica! ¿Que no me crees? Si gustas, hazle la prueba de la burbuja», y lo escupió. Los invitados se quedaron tan sorprendidos por lo ocurrido que ninguno atinó a dar respuesta alguna. Solo siguieron a Betto con la mirada mientras este abandonaba el lugar, después de patear salvajemente la puerta.

Ya estaba amaneciendo cuando abandonó la fiesta. La calle ahora era distinta, el mundo mismo era otro para él. Y caminó y caminó hasta que la belleza de un árbol lo detuvo. En su copa, una pareja de aves cantaba amorosamente. Estuvo mirándolos buen rato, hasta que estos le dieron una muestra olorosa de su fastidio por su presencia. Al doblar la calle, se limpiaba una apestosa mancha en el terno y, mientras hacía eso, se convencía de que pasara lo que pasara nunca dejaría de amar a Lizeth. Esperaría, sí, eso haría. Después de todo, Víctor no era eterno y los accidentes eran pan de todos los días. Esperaría, sí, aunque al final, tal vez, solo consiguiese seguir siendo «el mejor amigo» de su amada.

 

 

 

Cerro de Pasco, 2011

 

 

 

 

Luis Alberto Sulca Romero



[1] Publicado por primera vez en Por las sendas de la soledad (2016). Lima: Editorial Textos, pp. 11-23. La presente versión ha sido ligeramente corregida en cuestión de erratas.

[2] Luis Alberto Sulca Romero (Lima, 1984) es bachiller en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Licenciado en Educación, en la especialidad de Lenguaje y Literatura, por la misma casa de estudios. Tiene estudios de maestría en Docencia Universitaria en la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle. Posee un diplomado en Literatura Peruana Infantil y Juvenil otorgado por la Academia Peruana de la Lengua. En el año 2016, bajo el nombre de Alberto Romero, publicó el libro de cuentos Por las sendas de la soledad. Actualmente, se dedica a la docencia y a la corrección y edición de textos.

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